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23 de Marzo de 2018

José Antonio Kast, intolerantes y falsos demócratas

"Cabe preguntarse entonces si las ideas de Kast se encuentran en este supuesto: ¿son intolerantes?, ¿deben ser prohibidas? y ¿la sociedad lo determinó así para protegerse? La verdad es que el sentido común nos dice que no".

Por Sebastián Sichel
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Sebastián Sichel es Abogado, magister en derecho público, académico de derecho USS. Presidente comité editorial El Dínamo.

Varios tratando de justificar o empatar la agresión de José Antonio Kast- entre ellos conspicuos dirigentes del Frente Amplio – han tratado de parafrasear a Popper y esgrimir que, bajo la lógica de este pensador, es válido censurar a quienes son intolerantes o promueven el odio. Y dan por supuesto que José Antonio Kast caería en dicha situación. Al final parecen razonar que sería justificable censurar a Kast pues promueve ideas que son aberrantes a la misma democracia.

Ambos supuestos deberían repugnar desde un punto de vista práctico a quienes defendemos un orden liberal. Partamos por defender a Popper, citando el olvidado segundo párrafo de la presentación de la paradoja de la tolerancia: “Con este planteamiento no queremos significar, por ejemplo, que siempre debamos impedir la expresión de concepciones filosóficas intolerantes; mientras podamos contrarrestarlas mediante argumentos racionales y mantenerlas en jaque ante la opinión pública, su prohibición sería, por cierto, poco prudente.” (POPPER, Karl. La sociedad abierta y sus enemigos. Barcelona: Paidós, 1981. (Pág. 512)).

Está demás decir que la paradoja – la idea de prohibir a los intolerantes- la presenta como una situación excepcional y que corresponde a la sociedad en su conjunto. Que la regla general es la libertad de expresión total y completa. Y que la restricción de la misma para la defensa de la “intolerancia” es un supuesto extremo y de ultima ratio de la sociedad, y por lo mismo -y ante la necesidad de entender que el poder del estado debe ante todo ser limitado- su interpretación debe ser lo más restrictiva posible.

Parece prudente someter al más alto estándar cualquier limitación de las libertades individuales, para que no terminemos como en épocas recientes de nuestro país– a través del nefasto artículo 8º de la Constitución original de 1980 o en la época de Gabriel González Videla- proscribiendo a nuestros opositores políticos bajo la supuesta necesidad de la protección de los valores de nuestra sociedad.

Aquí vale la pena ver si la situación de José Antonio Kast supera los parámetros de la paradoja. Esta descansa en tres supuestos: a) las ideas que propugna alguien son intolerantes b) los intolerantes en casos extremos deben ser prohibidos, y c) la sociedad puede decidir que intolerantes no deben ser tolerados. Cómo señala, “la tolerancia ilimitada debe conducir a la desaparición de la tolerancia. Si extendemos la tolerancia ilimitada aun a aquellos que son intolerantes; si no nos hallamos preparados para defender una sociedad tolerante contra las tropelías de los intolerantes, el resultado será la destrucción de los tolerantes y, junto como ellos, de la tolerancia”.  

Cabe preguntarse entonces si las ideas de Kast se encuentran en este supuesto: ¿son intolerantes?, ¿deben ser prohibidas? y ¿la sociedad lo determinó así para protegerse? La verdad es que el sentido común nos dice que no. Las ideas de Kast están en las antípodas de lo que pienso en materia de matrimonio, inmigración o porte de armas, sin embargo, respeto su derecho a exponerlas, así como defiendo mi derecho a rebatirlas en el espacio público: probablemente él tiene el mismo derecho que yo a creer que mis ideas son intolerantes -el matrimonio igualitario- como yo creer que las de él la son.

Por lo mismo parece razonable que sea la democracia quién decida esto y no el imperio de la fuerza o la censura que prohíba unas u otras.  Del mismo modo no parece existir evidencia que haga necesario que dichas ideas o difusores sean prohibidas o proscrita su difusión: alguien podría decir que también son una amenaza las ideas de los Testigos de Jehová o los seguidores de Salfate, pues atentan contra las ideas fundantes de la sociedad democrática o contra la evidencia científica, pero a nadie le parece razonable prohibir su expresión o difusión.

La verdad, tengo la intuición de que quienes han tratado de excusarse creen suponer que el caso de Kast cumple los requisitos por el sólo hecho de que promueve ideas que son contrarias a las suyas. Y al sentir sus ideas como una religión, creen que estas no puede ser discutidas. Es el mismo supuesto con que se persiguió el marxismo en décadas pasadas o se prohíbe la oposición en Cuba. Y por la cual los liberales demócratas deberías rechazar toda forma de dictadura independiente del color político: en democracia las ideas se combaten con ideas y se prueban en las elecciones.

A la democracia no le basta que las ideas que alguien difunda no sean de nuestro agrado, contra mayoritarias o incluso anti sistémicas para que se decida prohibirlas, perseguirlas o atacarlas: es la sociedad en su conjunto – a través de la democracia representativa- quién debe evaluar dichos hechos y tiene el derecho a defenderse, no un grupo de ella. El supuesto que descansa nuestra democracia liberal y el orden constitucional es que la limitación y/o regulación de libertades individuales debe interpretarse de la manera más restrictiva posible. Ergo que la restricción de la libertad de expresión necesita un examen crítico, exhaustivo y empírico, que permita probar de que en forma una idea, una persona o un hecho puede ser atentatorio y una amenaza seria, grave y actual contra la democracia y por qué la limitación o restricción de ese derecho es la última forma que tiene el sistema político para protegerse. Y primero, descubrir que otras formas tiene la misma democracia para rebatir esas ideas antes que de prohibir su expresión.

Huelga decir que nada de eso sucedió en la Universidad Arturo Prat ni el triste matonaje de un grupo de estudiantes que no entienden un ápice en qué consiste el sistema democrático. Y que nadie que crea en la democracia debería encontrar razones para justificarlo. Salvo, otra vez, aquellos que ven a la democracia como un instrumento y no como un fin.

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