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9 de Diciembre de 2021

Colchane, a la derecha de Chile

Colchane ha vivido un desborde migratorio crítico. A los 300 residentes del pueblo fronterizo, en un día se sumaron mil extranjeros, en su mayoría venezolanos. El pueblo se desabasteció, los migrantes vieron que muchas casas estaban vacías y se metieron dentro, tomaron lo que encontraron.

Por Ximena Torres Cautivo
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Ximena Torres Cautivo

Ximena Torres Cautivo es Periodista y escritora

Apenas ponemos un pie en el pueblo, nos enteramos: una mujer sin identificación fue encontrada muerta en Pisiga Carpa Viejo, sector Cerrito Prieto, a un costado del Complejo Fronterizo de Colchane, región de Tarapacá. “Es la muerte número 19 del año”, nos dice el periodista de la municipalidad, mostrándonos unas fotos que no quisiéramos ver. Una hora después, será peor; buscando acceder a la zona de los bofedales, que es por donde se produce el masivo ingreso irregular de migrantes, nos topamos in situ con el levantamiento del cadáver.

Una camioneta de la PDI está trasladando el cuerpo moreno y sin vida, que lleva horas bajo el sol. Está en un peladero polvoriento, a pasos de la frontera, en medio de casas de adobe derruidas, resabios del terremoto que en 2005 desoló el interior de Tarapacá. El médico del consultorio ha dicho que se trata de una mujer sin documentación, de unos 55 años, que probablemente cayó de rodillas a causa de la hipotermia en la madrugada, cuando la temperatura baja a cero grados. La gente habla de la desconocida que murió en “posición de plegaria”, pero al día siguiente nadie se acordará de ella.

Los bofedales son humedales de altura, ricos ecosistemas, fundamentales en los ciclos de la vida silvestre y en la calidad de las aguas. Aves migratorias y mamíferos beben o bebían de estas otrora inmaculadas aguas. Hoy el bofedal de Colchane está pisoteado, plagado de botellas, maletas, bolsas de plástico, fecas humanas, ropas, restos de mochilas y maletas. Transitado y pisoteado, día y noche, por centenares de personas desesperadas, se está muriendo de a poco. “Mis animalitos ya no quieren beber de esta agua”, nos dice una joven que pastorea llamas de allá para acá. Por pertenecer a un pueblo originario, ella tiene libre tránsito y no sabe de fronteras. El alcalde de Colchane, Javier García Choque, de origen aymara, igual que la pastora boliviana, sí sabe y quiere cerrarlas con candado. Por eso, dice, votará por Kast. “Ha sido el único de los candidatos que ha estado tres veces acá arriba. Que entiende lo que pasa aquí”, dice, convencido.  

Colchane ha vivido un desborde migratorio crítico. A los 300 residentes del pueblo fronterizo, en un día se sumaron mil extranjeros, en su mayoría venezolanos. El pueblo se desabasteció, los migrantes vieron que muchas casas estaban vacías y se metieron dentro, tomaron lo que encontraron.

La amable población local está resentida. Aseguran en la alcaldía que el 98 por ciento de las viviendas han padecido robos. Por eso, los colchaninos ya no miran a los migrantes; los ignoran. Los adultos mayores les temen. Muchos han abandonado el pueblo.

En toda la comuna habitan unas 1.700 personas, mil son hombres. El 78,1 por ciento se reconoce aymara. Casi el 61% no tiene acceso a red pública de agua, el 21,7% no cuenta con suministro eléctrico y el 99,9% vive sin conexión fija a internet. El 21,7% es analfabeta, la escolaridad promedio es de 8 años y medio y el 63,5% padece pobreza multidimensional. El 25 de octubre de 2020, en Colchane ganó el Rechazo y en la primera vuelta presidencial el candidato Parisi obtuvo 433 votos y Kast 419; Boric no figuró.

Colchane existe como comuna desde 1979. “Y el pueblo aymara eso se lo agradece a Pinochet, a los militares, a la derecha. La gente local entonces, por primera vez, se sintió reconocida por la autoridad chilena y en nuestra cultura la reciprocidad es un valor central; ese sentimiento se mantiene hasta hoy”, explica una trabajadora social de esa etnia que no votó por Kast. Y suma a su análisis el desmadre migratorio. “El pueblo de Colchane inicialmente fue muy solidario con los migrantes, pero ya no quiere más”.   

Mientras, en el Complejo Fronterizo, unas cincuenta personas apiñadas –mayoritariamente mujeres y niños, muchos enfermos y mal nutridos tras travesías lamentables– improvisan toldos para capear el sol inclemente, esperando que les hagan el PCR para luego autodenunciarse e iniciar su proceso de legalización. Una venezolana que ya hizo esos trámites, intenta hacer otro. Espera a un funcionario del Servicio Agrícola Ganadero. ¿Qué necesita? “Que me dejen pasarla”, dice, abriendo la mochila que tiene bien agarrada sobre la falda y mostrándonos una gata, la mascota de la familia. “Sin ella, me muero”, declara, agregando surrealismo al alterado Colchane, que tiene claro su voto, tanto como su desgracia. 

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