Vocación de servicio público y remuneración
Este asunto no es nuevo y está muy alejado de lo que planteaba el ex presidente Jorge Alessandri sobre que "a la vida pública se va a servir, y no a recibir honores ni mucho menos beneficios".
Alberto Amon es Docente Facultad de Ingeniería y Empresa UCSH
En Chile, la vocación por el servicio público siempre ha estado rodeada de retórica solemne, casi heroica. Como si el solo hecho de desempeñarse en el aparato del Estado o empresas públicas u otras instituciones, al que se ha llegado a través de un cargo político o nombramientos en puestos de confianza, transformara a la persona en un benefactor desinteresado, un apóstol del bien común.
Sin embargo, esa idealización choca con la realidad de los jugosos y desmesurados sueldos que perciben muchos de ellos. Para la mayoría de los ciudadanos resulta insultante que una gran cantidad de estas remuneraciones oscilen entre $6 y $10 millones mensuales (y otras varias otras mucho más), en un país donde el ingreso mediano es de $582.559. A esto se suma la indignación ante el explosivo aumento en las contrataciones estatales, cuyo impacto positivo para la ciudadanía resulta difícil de percibir o simple y llanamente no existe.
Este asunto no es nuevo y está muy alejado de lo que planteaba el ex presidente Jorge Alessandri sobre que “a la vida pública se va a servir, y no a recibir honores ni mucho menos beneficios”. Pero hoy, en un país donde la desigualdad es un mantra repetido por las élites y donde la confianza en las instituciones se tambalea, esta disparidad resulta una bofetada al ciudadano promedio. ¿Qué peso tiene realmente la vocación cuando la recompensa económica es tan abultada? ¿Cuántos de estos nombramientos son fruto del mérito y cuántos de la más pura transacción política?
Se dice que la vocación por el servicio público es un llamado, un compromiso. Pero ¿es real esa vocación cuando la lealtad política parece valer más que la capacidad técnica? En muchos casos, los cargos se reparten entre aliados como en un festín, mientras la habilidad para administrar un ministerio o liderar una jefatura u otros cargos pasa a segundo plano. El sueldo, el “premio mayor”, se convierte en el atractivo indiscutible, y la vocación se transforma en un adorno discursivo. Una manera de perpetuar una elite política que se protege a sí misma. La sensación generalizada es que el aparato público no está diseñado para servir, sino para servirse a sí mismo: un botín.
Lamentablemente, la experiencia demuestra que los altos salarios de estos funcionarios no siempre se reflejan en eficiencia o resultados concretos. Abundan los ejemplos de una burocracia ineficaz, proyectos mal concebidos y ejecutados. Ahí están casos emblemáticos como el Transantiago, con sus inmensos déficits; el pésimo negocio de las ventas a futuro de la mina Gaby de CODELCO; los enormes sobrecostos y retrasos en obras públicas e infraestructura, acompañados de demandas constantes al Estado; y proyectos de ley que no logran la recaudación esperada, como las reformas tributarias anteriores o el reciente caso de la repatriación de capitales extranjeros y el impuesto al lujo, cuyos resultados han estado muy por debajo de las proyecciones iniciales.
Así entonces, el verdadero desafío es devolverle al servicio público su autenticidad. Es necesario repensar los sistemas de selección, dejar atrás la política del amiguismo y priorizar el mérito. Hacer de la transparencia, la rendición de cuentas y resultados comprobables, principios fundamentales, no excepciones.
En el fondo, el servicio público no debería ser un refugio para quienes buscan llenar sus bolsillos, sino un espacio para quienes están dispuestos a poner el bien común y sus talentos por sobre sus intereses personales. Redefinir esta idea es un reto monumental, pero uno que Chile debe asumir si no quiere seguir cayendo en la trampa de sus propias contradicciones.
Quizás sea tiempo de volver a las bases, de recordarle a la política su verdadero propósito: no el beneficio privado, sino el servicio al país.