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El negocio de lo fatal

Más que ser de izquierda o derecha, lo que hoy parece distinguir a los políticos de la plaza es su actitud anímica ante la realidad circundante. En ambos lados hay quienes prefieren el tono calamitoso a la búsqueda de soluciones. Los calamitosos se jactan de empatizar con la desgracia ajena, de ser mucho más sensibles que el resto y de poseer la valentía de no taparse los ojos ante una realidad siempre insoportable. Igual que Pedrito del cuento del lobo, viven en tal estado de alteración nerviosa que cuesta distinguir cuando su reacción indignada responde a un evento verdaderamente perturbador. Como suelen hablar gritando no es fácil concluir si sus alarmas son detonadas por un hecho que merece especial atención o se deben a la muy poco productiva idea de que el mundo es y será una porquería. 

Nuestro país lleva varios años en que este tenor prima en la discusión pública. Hasta la primera convención constitucional éramos el país más desigual del mundo, el abuso campeaba hasta en los más íntimos rincones, las enfermedades mentales eran producto del capitalismo extremo impuesto a la fuerza por la dictadura, se vivían cotidianamente violaciones a los derechos humanos que recordaban los peores tiempos de esa época, multitudes morían esperando en los hospitales una atención que nunca llegaba y nuestras relaciones sociales estaban tramadas por una violencia estructural tan insoportable que pedir piedad con el inmobiliario público era visto como un acto de frivolidad e indolencia ante las verdaderas heridas lacerantes que ardían frente a quien las estuviera dispuesto a ver. A quienes pedían por favor no destruir los semáforos, se les llamaba despectivamente “semaforistas”. ¿Cómo era posible que alguien anduviera preocupado de los semáforos cuando había humanos que apenas tenían qué comer? ¿Había un fondo de verdad? ¡Por supuesto!.

Pero bastó que cambiara el gobierno y la propuesta de la Convención fuera rechazada por altisonante para que agarraran vuelo los calamitosos de signo contrario que, aunque sufrieron un traspié en la segunda constituyente, se mantuvieron en pie gracias a su lugar de opositores. Ahora la calamidad se llamaba inexperiencia, estupidez galopante, ruina económica, migración desbocada y una inseguridad de dimensiones solo comparables a las de Ciudad Gótica. Hubo quienes en sus discursos públicos se refirieron a Santiago con este nombre. El país “se fue al tacho”. Cerrar las fronteras, armar a la población, reponer la pena de muerte. Escuchando a algunos daba la impresión de que estuviera en peligro la propiedad privada. ¿Es falso que el crecimiento económico está fatigado y que la criminalidad ha crecido de manera preocupante? ¡Claro que no!

El asunto es que algunos parecen festinar con la idea de la catástrofe. Sin ella, da la impresión de que se quedaran sin lugar. Este nuevo clivaje entre calamitosos y constructores pudimos verlo en la reforma al sistema de pensiones. De ambos lados hubo quienes priorizaron el hallazgo de una solución, imperfecta como todas las soluciones, por sobre la constatación de que sus propias ideas no se impondrían completamente. Jadue y Hertz coincidieron con Kaiser y Kast en el desdén por las medias tintas. Todos ellos acusaban a los propios de lo mismo: entreguistas.

Chile no está en ruinas. Basta mirar alrededor. Los calamitosos abundan por donde se mire. Trump considera que recibió un país en el suelo. Habrá que ver entre los candidatos que terminan de irrumpir para las próximas elecciones, cómo se alinean respecto de este parteaguas. Y qué seduce más a los votantes. Yo soy de los que se manifiesta cansado y harto de tanta emocionalidad rimbombante. De tanto show estridente. De tanta complicidad espuria. Falta luz entre tanta desazón y jugársela por caminos posibles en lugar de seguir abonando el negocio de lo fatal. Con este último son muy pocos los que ganan y demasiados los que pierden.

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