
En los últimos años, hemos visto una importante erosión tanto de la cohesión social como de los valores democráticos que tan ferviente y universalmente se han promovido en el mundo en las últimas décadas.
Así como el mundo decidió acordar un nuevo orden financiero en la conferencia de Bretton Woods hacia el final de la Segunda Guerra Mundial (fundando las bases del sistema monetario y de cooperación internacional que conocemos hoy), la amenaza nuclear hizo que el mundo se organizara en torno a mínimos civilizatorios que permitieran una coexistencia relativamente tranquila. Sin embargo, ese frágil orden hoy parece desmoronarse: al alza de liderazgos vociferantes, poco respetuosos de la institucionalidad y, muchas veces, rayando lo autoritarios, se suma la creciente pérdida de búsqueda del bien común y la instalación de un mayor nivel de individualismo, junto a un progresivo aumento de discursos deshumanizantes y, derechamente, de odio.
La instalación de posverdades, noticias falsas y retóricas alarmistas busca afectar a una diversidad de movimientos que han logrado avanzar en agendas tremendamente importantes para la convivencia humana y el resguardo de los derechos humanos, impactando con mayor fuerza a las comunidades más vulnerables. Es así que hoy vemos retrocesos graves en los derechos de las mujeres, de las personas LGTBIQ+, de los pueblos indígenas y de los defensores ambientales, entre tantas otras comunidades.
Como es de esperar, nuestro país no ha estado ajeno a esta tendencia y es altamente probable que ésta se profundice en los próximos meses como resultado del clima electoral actual.
En el marco de la reciente conmemoración del Día Internacional de la Conciencia, fecha creada por Naciones Unidas en 2019, me parece que es importante reflexionar sobre el tipo de sociedad que cada uno de nosotros está contribuyendo a construir: ya sea desde el Estado o la política; el empresariado, la sociedad civil o la academia; los medios de comunicación o las redes sociales, estamos aportando a cimentar las bases de la sociedad en la que viviremos en el futuro próximo y todos, sin excepción, debiésemos hacerlo con foco en el bien común, logrando ciertos acuerdos mínimos que nos permitan una convivencia en paz y con respeto.
Aunque esta mirada puede parecer ingenua, es fundamental entender que aún desde el disenso y con posiciones en muchas oportunidades opuestas es posible crear sociedades donde todas sus voces sean no sólo permitidas, sino que también fomentadas, promovidas y, sobre todo, valoradas.
Por eso es preocupante la creciente propensión de un pequeño grupo a tergiversar, difamar o, incluso, menoscabar a todos aquellos que planteen una mirada distinta de la suya -ya sean movimientos sociales u organizaciones de la sociedad civil-, tanto desde la instalación de retóricas desinformadas o de la criminalización de sus actividades, valiéndose para ello del uso de lógicas de poder absolutamente asimétricas.
En este contexto, que hacemos un llamado a los líderes políticos y económicos a entender que esta forma de “avanzar” en sus agendas representa un peligro inminente, no sólo para sus adversarios, sino que por sobre todo a la estructura que hoy aglutina a nuestras sociedades: las instituciones y el respeto a ellas.
También emplazamos a todas las organizaciones e instituciones que somos parte del debate público a ponderar con más fuerza la conciencia en nuestras decisiones y operaciones, para que, en el corto plazo, el propósito pueda ser más relevante que el rédito, y el bien común prime por sobre la ganancia de unos pocos.