
Es mejor no aventurarse a intentar hacer un ensayo sobre el imponente legado literario de Mario Vargas Llosa. Hay que dejárselo a los expertos en letras. Es mejor conformarse con atesorar en la memoria todas aquellas obras que en distintos momentos de la vida nos acompañaron e iluminaron.
Más que merecido se tiene todos los honores, semblanzas y homenajes que por estos días y en los sucesivos se seguirán publicando en el mundo entero sobre su inigualable pluma y trascendencia.
Así son los grandes, generosos en formas para aproximarse a sus vidas a examinarlas, casi siempre con el mismo resultado: asombro y ejemplo.
En la dimensión política de Vargas Llosa pasa exactamente lo mismo. Los que creemos en la democracia representativa, la libertad y el respeto irrestricto a los derechos humanos, no podemos más que ver en él a un verdadero ejemplo.
En un continente con una historia, por desgracia, plagada de tiranos, abusadores, chantas, populistas y embaucadores, haber tenido la posibilidad de coincidir con Vargas Llosa suena casi a premio inmerecido.
Ejemplos hay montones, pero basta con sólo mirar lo que hemos tenido que enfrentar en los últimos años, meses o días para seguir insistiendo en que nunca va a ser mejor buscar atajos o, lo que es peor, derechamente pretender saltarse las instituciones enarbolando una supuesta redención popular que nadie ha pedido.
La tentación siempre está ahí. Tenemos el recuerdo muy, pero muy fresco. La hoy coalición gobernante no dudó en buscar no una vez, sino que dos, destituir al Presidente Piñera. Daba lo mismo que hubiese sido elegido en comicios abiertos, transparentes y participativos en dos oportunidades. Ahí la voluntad del pueblo ya no importaba, así que no se dudó desde el primer día del denominado estallido social, cuando aún no corría nada agua bajo el puente, en exigir que dejara el cargo. No conformes con aquello, claro está, se azuzó de forma cobarde (por acto u omisión) a aquellos que creyeron que podía ser una buena idea sacarlo de La Moneda gracias a la presión de la violencia y la delincuencia.
Pero como sabemos, este virus filo autoritario tiene la capacidad de contagiar a todos por igual. En pleno 2025 aún tenemos que soportar con asombro que aspirantes a conducir nuestro país sigan reivindicando la dictadura de Pinochet, o que cuestionan los fallos judiciales con los que se logró condenar a los agentes del Estado que planificaron y ejecutaron las vulneraciones a los derechos humanos o que ponen en duda la culpabilidad de ex uniformados que suman un par de centenarios en condenas por la brutalidad de sus crímenes.
A Vargas Llosa no le venían con eso de las “democracias distintas” o que las muertes en una dictadura son “inevitables”. Tenía clarísimo y se lo dijo a quien quiso escuchárselo: Cuba es una tiranía sanguinaria. Lo mismo con Pinochet, Chávez, Maduro u Ortega.
“Eso no te lo voy a aguantar”, respondía cuando osaban insinuarle que había “dictaduras menos malas”.
Ya fue dicho: su literatura prácticamente no tiene parangón. Sus convicciones democráticas, tampoco.