
Que las instituciones funcionen. Eso solía repetir el presidente Ricardo Lagos cada vez se enredaban las cosas entre un poder del Estado y otro.
La frase se repitió muchas veces. El denominado caso MOP Gate le pegaba duro a su administración, se sucedían las citaciones a declarar a varios de sus funcionarios de más confianza y La Moneda tambaleaba.
El ex mandatario, aunque seguramente muy preocupado por el avance de la investigación, buscaba trazar una línea entre su Gobierno y el Poder Judicial. Una línea de autonomía, en rigor, una línea de respeto a la democracia.
Es cierto, hubo algunos flaqueos, como cuando el entonces ministro de Justicia, Luis Bates, calificó despectivamente a la jueza del caso, Gloria Ana Chevesich, como “la señora MOP”, pero no evitaron que la frase se constituyera como una suerte de garantía de que pese a quien le pese y caiga quien caiga, hay algo mucho más trascendente y relevante: el resguardo de la institucionalidad.
Y claro, porque si hay algo que caracteriza a una democracia sana es la separación de poderes y la autonomía de estos. Es demasiado larga la lista gobernantes filo autoritarios o derechamente dictatoriales que a lo largo de la historia han borrado de una plumada lo que buscaban mantener en pie sus respectivas constituciones y han intervenido tribunales, congresos o bancos centrales porque han osado hacer algo que no les acomoda o derechamente los complica tanto que hasta podían perder su poder.
Si bien acá estamos lejos de eso, lo ocurrido esta semana con la reacción del Gobierno frente a la decisión del Ministerio Público de intervenir el teléfono del ex jefe de gabinete presidencial, Miguel Crispi, y el intento de hacerlo con el del presidente Gabriel Boric es de suma preocupación.
En una performance propia de los gobiernos bananeros, la vocera de Gobierno, Aisén Etcheverry, cuestionó la determinación de la Fiscalía e incluso los instó a dar explicaciones.
O sea, una institución del Estado –la más poderosa de todas-, emplazando a otra, interviniendo en su rol, en su autonomía.
Si bien, luego, el ministro de Seguridad Pública, Luis Cordero, rectificó a Etcheverry, igual surgen varias preguntas.
¿La vocera se manda sola? ¿Ella decide sin consultar con nadie, ni siquiera con el Presidente, cuál es la postura del Gobierno que se va a comunicar públicamente? ¿O en realidad sí le preguntó y no le hizo caso? ¿O en realidad la idea original era que ella mandara el mensaje de molestia y luego que Cordero y el propio Presidente dieran el de apego y respeto a las instituciones?
Y ojo, no hay que mirar esto como una excepción, una exaltación del momento, empujada por la adrenalina o la rabia, porque hace muy pocos días, cuando se conoció el fallo que destituyó a la ex senadora socialista Isabel Allende por firmar una contrato millonario con el Estado, algo que está más que prohibido por nuestra Constitución, la reacción de varias autoridades de la izquierda fue la misma.
En lugar de aplaudir la separación de poderes y la autonomía de quienes no hicieron más que respetar la ley vigente, prefirieron cuestionar el fallo por razones políticas.
Se apuntó con el dedo de forma vehemente a los ministro del Tribunal Constitucional que pese a ser nombrados por el presidente Boric o tener domicilio político en la centroizquierda, se atrevieron a votar por sacar de su cargo a Allende.
O sea, los miembros del tribunal debían anteponer su ideología, su sensibilidad partidista antes que respetar la Constitución.
Así las cosas, hay una lección que todos deberíamos aprender. Cuando alguien que ocupa un cargo de poder dice con tono serio y meditado que no tiene nada que ocultar, que tiene las manos limpias y que por favor lo investiguen primero que a todos y que las instituciones deben funcionar, en realidad quiere todo lo contrario. Y en esto, mientras más alto es el cargo, más grande es la farsa.