
Desde La Habana
Acabo de separarme de Pedro Juan Gutiérrez, el autor de la Trilogía Sucia de La Habana, en la esquina de San Lázaro y Galeano. Cumplió hace pocos meses 75 años y ya no tiene ese aspecto de los arios pelados y bestiales que deliran en el último capítulo de la saga de Mad Max. Sigue siendo flaco y calvo, pero ahora lo fragiliza un parkinson que disimula sonriendo desde lejos y hablando con simpleza, evitando cualquier aspaviento. Viste una camisa amarilla a cuadros, un bermuda rosado, un jockey de beisbolista y dos anteojos, uno claro y otro oscuro, que le cuelgan del escote. Me cuenta que es budista desde el año 2006, cuando decidió no seguir tomando alcohol como malo de la cabeza ni intentando follarse hasta a la Santísima Trinidad.
Estaba reporteando ya no se acuerda qué. en algún rincón de la Cuba de Fidel, cuando después de horas bebiendo se ensañó inexplicablemente con el fotógrafo del medio estatal para el que trabajaba. Concluyó entonces que debía poner cierto orden en su vida pero no sabía cómo hasta que, de paso por París, un amigo travesti le recomendó el budismo.
-“¿Y? ¿Te funcionó?”.
-“Fíjate que sí, me funcionó”
Conversando en el bar del Hotel Deauville, donde según él debían haber micrófonos debajo de las mesas como en todas las mesas de La Habana, un bar desangelado con ventanales en los que unas calcomanías dibujaban siluetas inexplicables, señaló la pequeña esquina eriaza que podía distinguirse entre esas calcomanías, justo al otro lado de la calle, para decir que ahí, en ese preciso lugar, se había parado Fidel Castro en 1994 para interpelar a los que se manifestaban en su contra. Corría el Período Especial justo después de la caída de la URSS que proveía la isla de aproximadamente el 90% de sus insumos, para no decir el 98%. Se quedaron sin nada, comiéndose hasta los gatos que cazaban con nylon y anzuelos en los techos de un modo que denominaron pesca de altura. En ese rinconcito inmundo Fidel había dicho que quienes quisieran abandonar la revolución lo hicieran, y al escucharlo fueron miles los que se tiraron al mar sobre balsas improvisadas, mesas invertidas y neumáticos mal agestados, mientras otros y otras les gritaban entre sollozos que mejor no, que al menos los niños más pequeños volvieran, que ya verían cómo seguir más adelante.
Nadie nunca sabrá el número exacto de habaneros que acabaron comidos por los tiburones.
Pero a Pedro Juan le fascina La Habana, y aunque tiene una casa en Málaga (España) y otra en la playa de Guanabo, en las que alguna vez mantuvo distintas mujeres que lo esperaban, él sigue viviendo una parte importante del año en el octavo piso de un departamento por ahí, en un edificio de Centro Habana escoltado por otros dos que se desmoronaron producto del salitre costero y las ineptitudes de la Revolución. Hasta él se llega por un ascensor que generalmente no funciona por falta de mantenimiento pero que ojalá sirviera de modelo a los actuales, dice, porque con más de cien años todavía está ahí. Su actual mujer le pone rejas sobre rejas a sus puertas y ventanas por miedo a los delincuentes que ahora último acechan las viviendas de la zona y en las calles Amistad, Animas, Virtudes, se ha propagado el consumo de una droga a la que llaman El Químico, un producto baratísimo que nadie sabe de dónde sale pero que, como los tiburones, se alimenta de la desesperación.
Pedro Juan no pontifica, no denuncia regímenes ni dictaduras, no señala paraísos imaginarios. Tiene hijos en Pinar del Río, España y China, “aunque a China no voy, porque está demasiado lejos”. Sus ojos brillantes y secos continúan registrando lo que ven. Se queja apenas de que en su país no se dignen reconocerlo. “Debe ser -se lo escuché decir al alguien por ahí- que mis libros son un espejo en el que no se quieren ver”.