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Aunque casi me equivoco

La noche del sábado 17 de mayo, durante uno de sus conciertos en Colombia, Andrés Calamaro desató un escándalo inmediato, pero nada sorprendente: el argentino ha adoptado hace años el papel del enfant terrible, del tipo que romantiza lo incorrecto.

Se quejó de que la corrección política ha convertido al mundo en un lugar “hostil para los románticos”, defendió la tauromaquia como una “forma elevada de arte”, y finalmente se taimó con las pifias, “canceló” a la audiencia antes de abandonar la tarima y luego volvió al escenario para cerrar su show de mala gana y mucho antes de lo previsto. La noche del sábado 17 de mayo, durante uno de sus conciertos en Colombia, Andrés Calamaro desató un escándalo inmediato, pero nada sorprendente: el argentino ha adoptado hace años el papel del enfant terrible, del tipo que romantiza lo incorrecto, y que se presenta como el último bohemio libre, cuando en realidad parece más un provocador confundido entre la transgresión y la falta de empatía.

Un día antes, Fito Páez, otro ícono transandino de los 80 y 90, sumó su propia cuota de controversia. En una entrevista radial, el rosarino dijo sentirse “cansado del feminismo autoritario” y aseguró que ahora “hay que tener cuidado de no ir preso por decir algo políticamente incorrecto”. Detrás de esa queja, con distintos matices y aclaraciones posteriores, se asoma la misma molestia que expresa Calamaro: la de quienes alguna vez fueron íconos de una rebeldía progresista y que ahora, con la incomodidad de quien se siente desplazado por un mundo que ya no los aplaude por decir lo obvio, no saben cómo interactuar con una generación que exige más coherencia que carisma.

Durante décadas, Calamaro y Páez fueron parte de una élite artística que sintonizó con las grandes causas del progresismo latinoamericano. Cantaron contra las dictaduras y a favor de la libertad y la justicia. Apoyaron las buenas causas de su época y no hubo minoría que no se sintiera identificada con sus propuestas. Pero los tiempos cambiaron y las nuevas generaciones ya no perciben vanguardia ética o política en músicos como ellos. Para decirlo en simple: hoy el compromiso no se mide por una letra “comprometida” o “política”, sino por la coherencia entre la vida pública y privada.

La paradoja entonces está en que los mismos músicos que alguna vez desafiaron los discursos oficiales ahora parecen irritados por los nuevos consensos sociales, evidenciando una profunda fractura generacional entre los referentes del rock de los 80 y 90 y los valores que hoy articulan las luchas sociales.

Y no son casos aislados. Gustavo Cordera, ex Bersuit Vergarabat, quedó marcado por sus declaraciones de 2016 en las que afirmó que “hay mujeres que necesitan ser violadas para tener sexo”. Charly García ha tenido salidas similares, como cuando desestimó la causa feminista con un burlesco “yo siempre fui feminista, ¿y qué?”. Y hasta Joaquín Sabina ha dicho que no entiende el feminismo actual y que teme “decir cualquier cosa por temor a ser cancelado”. Todas frases muy replicadas en redes sociales -manipuladas además para generar verdades absolutas en esas plataformas- y que reflejan una nostalgia reaccionaria disfrazada de lucidez generacional.

Ser leyenda no es garantía de impunidad ideológica y las figuras de culto, que alguna vez supieron incomodar al statu quo, también pueden quedarse atrás en causas que, bien vistas, van mucho más allá de la caricatura. Que muchos consagrados del género hayan optado por refugiarse en un cinismo cómodo en vez de replantearse desde nuevas perspectivas, no parece ser tan “revolucionario”. Sino más bien suena, como en el caso de Calamaro y Páez, como la performance del tío incómodo en la sobremesa del domingo.

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