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El malestar silencioso: salud mental en Chile y la brecha que no queremos ver

Lo más urgente: dejemos de romantizar la resiliencia individual. No se trata de resistir más, se trata de vivir mejor. Porque nadie debería cargar solo —o sola— el costo emocional de un país que aún no pone la salud mental en el centro de su proyecto social.

Aunque los indicadores muestran una leve mejoría, la salud mental en Chile sigue en crisis. La depresión, el estrés, la ansiedad y la soledad afectan con fuerza a la población, especialmente a las mujeres. Urge mirar más allá de los síntomas y avanzar hacia políticas públicas con enfoque estructural y de género.
En silencio y sin pausa, la salud mental se ha convertido en uno de los desafíos más urgentes del bienestar en Chile. Y aunque los datos del reciente Termómetro de la Salud Mental en Chile – Ronda 11 (ACHS-UC, abril 2025) muestran algunos avances, la fotografía sigue siendo inquietante: casi uno de cada cinco chilenos presenta síntomas moderados o severos de depresión y más de uno de cada cuatro ha experimentado ansiedad generalizada en las últimas semanas.

Según el informe, el 12,7% de la población presenta sospecha o presencia de problemas de salud mental, la cifra más baja desde la pandemia, sí, pero aún muy lejos de lo aceptable. Las fuentes de estrés son bien conocidas y cada vez más persistentes: el temor a la delincuencia, la incertidumbre económica y la crisis climática. Basta mirar los datos: el 45,2% de las personas encuestadas se declara estresada por las proyecciones económicas y un 43,4% por los cambios sociopolíticos del país.

A esto se suma un deterioro en los estilos de vida. El 27,7% de la población no realizó ninguna actividad física durante la semana anterior y un 10,1% presenta consumo de alcohol de riesgo. No es menor que más del 27% de quienes presentan síntomas depresivos moderados y 47% de quienes presentan síntomas depresivos severos indican que estos afectan directamente su capacidad para trabajar, cuidar su hogar o mantener vínculos sociales. Es decir, la salud mental interfiere con la vida cotidiana de una manera brutal y muchas veces invisibilizada.

Otro dato que duele: el 19% de la población se siente sola o excluida, una cifra que ha ido en aumento constante. Y como bien advierte el informe, los síntomas depresivos son significativamente más altos entre quienes carecen de redes de apoyo o viven en soledad. Porque la salud mental no es solo una cuestión médica o individual, es un espejo que refleja nuestras condiciones sociales, laborales, afectivas y económicas.

Ahora bien, si afinamos el lente, aparece una dimensión que atraviesa todos estos datos: el género. Porque si bien los problemas de salud mental golpean a todos los sectores, las mujeres enfrentan una carga mucho más pesada y persistente.

Las cifras son elocuentes. Los síntomas de depresión moderada o severa (PHQ-9) en mujeres (19,5%) triplican los de los hombres (6%). Y la ansiedad también marca distancia: entre quienes tienen insomnio, el 35,5% de las mujeres presenta ansiedad moderada o severa, frente a un 13,4% de los hombres. No es una diferencia menor: es un grito estadístico que revela desigualdades estructurales.

En el mundo del trabajo, el agotamiento emocional también tiene rostro de mujer. La proporción de trabajadoras que reportan niveles críticos de burnout es el doble que la de sus pares hombres. Esto ocurre mientras muchas siguen sosteniendo una doble jornada: trabajo remunerado y trabajo doméstico y de cuidados. Todo esto en un entorno donde las redes de apoyo no siempre existen o simplemente no alcanzan.

Además, las mujeres reportan mayores niveles de soledad percibida, menos apoyo social, más sedentarismo y peores indicadores de insomnio. Y no, no se trata de “fragilidad femenina” ni de diferencias biológicas: estas brechas no son casuales, son estructurales. Tienen que ver con cómo organizamos el cuidado, el empleo, el tiempo, el poder y, sobre todo, quién lo paga emocionalmente.

Entonces, ¿qué más necesitamos para actuar? La salud mental no puede seguir tratándose solo desde lo clínico ni desde la lógica del tratamiento individual. Necesitamos una política pública robusta, nacional, con enfoque comunitario, territorial y de género. Una política que entienda que esto no se resuelve solo con psicofármacos o atenciones individuales, sino transformando las condiciones sociales que nos están enfermando.

Y quizás, lo más urgente: dejemos de romantizar la resiliencia individual. No se trata de resistir más, se trata de vivir mejor. Porque nadie debería cargar solo —o sola— el costo emocional de un país que aún no pone la salud mental en el centro de su proyecto social.

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