
“Un autor italiano decía que en los tiempos más oscuros, las luciérnagas siguen brillando. Brillan, aunque nadie las vea. Brillan, aunque no sepan que alguien las necesita. Brillan porque sí, porque esa es su forma de decir que no todo está perdido”.
Con esta cita, el escritor uruguayo Eduardo Galeano, en El Libro de los Abrazos (1989), recupera y resignifica una idea originalmente planteada por Pier Paolo Pasolini en los años 70, quien advertía que la modernidad y el poder estaban apagando a las luciérnagas, es decir, a las pequeñas formas de vida, cultura y disidencia popular. En uno de los fragmentos de El Libro de los Abrazos alude a las luciérnagas como símbolo de resistencia en tiempos de oscuridad o, visto desde el lado lleno del vaso —vaciándose—, utiliza la imagen de estos pequeños bichos de luz como símbolo de esperanza y dignidad en tiempos oscuros.
Y entremedio de tiempos oscuros, la reciente instalación inmersiva Light Cycles, montada en el Parque Metropolitano, viene a confirmar algo que los santiaguinos intuíamos hace un buen rato: la noche no es el problema; el problema es cómo la gestionamos. Porque durante algunas semanas, miles de personas se han desplazado hasta la ladera del cerro para recorrer un bosque intervenido con luces y sonidos, transformado en un paseo nocturno activo, sin mayor problema que el de tener que pagar quince lucas.
Ahora bien, nada podría impedir que esto ocurriese a diario en el resto de la ciudad, y de forma gratuita, y de forma masiva, excepto una mediocre política antidelincuencia que hace tiempo renunció a pensar el espacio público fuera del horario hábil y medianamente seguro. Porque hasta hace pocos años, las dificultades para activar la ciudad a deshoras eran probablemente presupuestarias —con harto de desidia política, por supuesto—, pero básicamente faltaba plata, o al menos no estaba en agenda gastarla en arte de calle.
Light Cycles no sólo me recordó a las luciérnagas de Galeano, o a las de su coterráneo Mario Benedetti, quien también las encendió en Inventario con la metáfora de la resistencia y la esperanza, con un profundo sentido simbólico de un mundo oscuro e incierto. Me recordó también que estamos en deuda con hacer renacer la ciudad de noche —sin fuegos artificiales—, pero sí con artificios que nos entreguen otra perspectiva del espacio público, que sobrecojan al peatón, que hagan a los niños imaginar mundos nuevos, que reivindiquen el terreno tomado por delincuentes, ese terreno que es nuestro, que es de todos, que es de la ciudad. Salir a la calle de noche, invadida por bichos de luz y un sonido envolvente, sin expectativas, sin prisa, sin miedo. Veamos quién se atreve.