
Lo que vimos el domingo tuvo más el tono de un egresado que se despide de su generación, que el de un presidente que rinde cuenta administrativa y política al país. Fue el clásico discurso de fin de año que se escucha en cualquier colegio o universidad, donde eligen a un representante para hablar “en nombre de todos”, pero esta vez quedó claro que la idea no salió como la planearon.
Se esperaba una intervención que, al menos por esta vez, hablara a todo Chile. Pero no: fue una narración plagada de anécdotas personales, recuerdos de patio y camaradería vividas únicamente con sus compañeros de curso. Las historias, sazonadas con ese realismo mágico tan propio del relato oficialista, solo hicieron sentido a un cuarto de los asistentes -siendo generosos- al Salón de Honor.
Nada se dijo sobre las experiencias comunes que sí nos atraviesan a todos: la inseguridad en las calles, los dramas cotidianos de las listas de espera en salud, o el impacto que ha tenido la migración desregulada en la convivencia y la cohesión social. Para ese discurso, esas realidades no existen, o simplemente no importan.
El graduado, más que rendir cuenta al país, eligió dedicar su discurso a sus compañeros de ruta: esos con los que viene desde el colegio, compartiendo asados, sobremesas y beneficios del Estado. Habló de lo que los une a ellos, de su historia común, de sus ideas compartidas. Y al hacerlo, dejó fuera a la inmensa mayoría del país que simplemente no estamos invitados a esa fiesta.
También habló del futuro, de eso que vendrá. Pero -de nuevo- ese futuro está reservado para ellos, sus amigos. No hubo en esa lista espacio para las verdaderas prioridades del país, ni para las urgencias sociales que sí quitan el sueño a millones. Tampoco hubo autocrítica, ni un atisbo de reconocimiento de errores. Fue una homilía dirigida a sus fieles y devotos, y la caricatura sin gracia de un país que no existe, salvo para ellos.
En suma, fuimos testigos del cumplimiento formal de una de las mayores tradiciones republicanas, que esta vez vino con un giro inesperado: entre todas las cuentas públicas que hemos escuchado en las últimas décadas, esta marcó el inicio de una cuenta regresiva que Chile espera con ansias: el cierre constitucional del actual Gobierno.