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Lo que viene después del ruido

Según el reciente Informe Nacional 2025 sobre Consumo de Noticias y Evaluación del Periodismo, los chilenos no sólo seleccionan a que medios poner atención según su posición ideológica, sino que desconfían crecientemente de aquellos que no refuerzan sus propias visiones.

Nos desencontramos. Ya lo sabemos. La plaza pública dejó de ser común y la conversación que acontece en ella se ha disuelto en cámaras de eco donde cada quien se escucha a sí mismo con intensidad fanática. No es sólo que consumamos noticias distintas: es que ya no creemos que las mismas reglas, hechos o autoridades nos hablen a todos por igual.

Según el reciente Informe Nacional 2025 sobre Consumo de Noticias y Evaluación del Periodismo, los chilenos no sólo seleccionan a que medios poner atención según su posición ideológica, sino que desconfían crecientemente de aquellos que no refuerzan sus propias visiones. La legitimidad se ha vuelto selectiva. La confianza, un asunto de tribu. Y el resultado es una ciudadanía fragmentada que comparte menos realidad y más sospechas.

Este fenómeno no es solo una patología pasajera, sino un umbral: si la base común del espacio público se quiebra, ¿qué tipo de democracia queda en pie? Visualizo dos opciones.

Un primer camino es adaptarse al desorden. Aprender a desplazarse entre burbujas intentando evitar que revienten. En este modelo emergente, el líder no representa a la nación, sino a su segmento; no persuade, activa. La gobernabilidad se vuelve emocional y los ciclos de apoyo político se miden en impulsos, no en programas. Son regímenes con fachada democrática, pero sin deliberación, donde la alternancia reemplaza al acuerdo y el carisma suple a la institucionalidad. Se trata de democracias frágiles, pero funcionales, siempre que el líder se mantenga eficaz o sepa cuándo irse. No son dictaduras. Pero tampoco repúblicas robustas.

El segundo camino es más difícil, pero también más fértil: reconstruir los dispositivos del encuentro. No como un regreso nostálgico al pasado, sino como una reinvención del espacio público en un contexto saturado de información, sobreestimulado por imágenes y atravesado por tecnologías que pueden falsificar la voz, el rostro y los hechos.

No va a bastar con educar en alfabetización digital ni regular los excesos algorítmicos. Habrá que invertir en restaurar los tejidos intermedios que conectan a las personas con lo común y con los otros: instituciones de mediación, espacios deliberativos. Para que los partidos políticos tengan de donde retomar su rol de traductores sociales, de puentes y no aquello en que ahora se han convertido.

Nuestro destino no está escrito. Pero si algo enseña la historia es que las democracias no mueren solo por golpes externos: muchas veces se marchitan por dentro, cuando los ciudadanos ya no sienten que valga la pena hablar con el otro. Por eso, lo que está en juego no es solo la calidad de la información, sino la posibilidad misma de pertenecer a una comunidad política.

El silencio no será el final del ruido, pero puede ser su consecuencia. Recuperar el valor de lo común no es una tarea menor. Pero es, quizás, la única que puede salvarnos de convertirnos en una sociedad de solistas. Una donde ya nadie escucha al otro, y donde, en medio del griterío, la democracia se nos escapa en voz baja.

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