
El Banco Central presentó esta semana su Informe de Política Monetaria (IPOM) correspondiente a junio de 2025. Como es habitual, se trata de un documento sobrio, técnico y meticuloso, que busca ofrecer certezas en medio de un entorno político y económico que parece cada vez más reacio a escucharlas.
El diagnóstico del IPOM es claro: Chile crecerá un poco más de lo previsto, con una proyección de expansión del PIB en torno al 2,3%, y la inflación sigue una trayectoria descendente, convergiendo hacia la meta del 3%. Pero no nos engañemos. No se trata de un repunte vigoroso, sino de una recuperación modesta que aún no logra traducirse en dinamismo económico real. La inversión sigue débil, el mercado laboral no despega y la productividad continúa estancada. Lo que el IPOM sugiere, sin decirlo de forma explícita, es que el principal freno al crecimiento hoy no es simplemente económico, sino político.
Y es aquí donde el llamado del Banco Central debería ser escuchado con mayor seriedad. Porque mientras la autoridad monetaria hace su parte, ajustando la Tasa de Política Monetaria de forma gradual y oportuna, manteniendo el control inflacionario y actuando con plena independencia, el resto del aparato político parece avanzar en sentido contrario: promoviendo reformas que generan incertidumbre, debilitando el Estado de Derecho con concesiones populistas y tensando las reglas fiscales en momentos donde se requiere disciplina y responsabilidad.
El IPOM no es solo un informe técnico. Es también una advertencia implícita sobre las limitaciones estructurales que impiden que Chile recupere un ritmo de crecimiento sostenido. La economía necesita algo más que tasas de interés bajas para volver a despegar. Requiere certezas, reglas del juego estables, respeto por la inversión privada y una conducción política que entienda que sin crecimiento no hay política social que se sostenga en el tiempo.
El problema es que hoy, quienes debieran leer el IPOM con humildad y responsabilidad —el Ejecutivo, el Congreso, e incluso ciertos sectores empresariales— parecen estar atrapados en una lógica de corto plazo, donde cada decisión se toma pensando en el titular de mañana o en la próxima elección, más que en el desarrollo de la próxima década.
En resumen, el Banco Central cumple su rol. Advierte con datos, calibra riesgos, propone escenarios. Pero sus llamados caen, una vez más, en oídos sordos. En un país donde las decisiones políticas se toman al ritmo de las redes sociales, la evidencia técnica parece haber dejado de importar. Y eso, más que la inflación o el bajo crecimiento, es lo verdaderamente preocupante.