
Corrí con todas mis fuerzas, con el aliento cortado por el miedo y la incertidumbre. Esa escena sigue viva en mi memoria: solo quería llegar a casa, ver a mi familia y entender qué estaba pasando. Ese día, me había reunido con mis colegas en una pequeña cafetería para avanzar con el trabajo remoto. Éramos parte de una ONG que, semanas antes, había sido atacada violentamente. El edificio se derrumbó, perdimos amigos y compañeros. Desde entonces, ya no teníamos un espacio seguro donde seguir trabajando.
Salí de la cafetería y lo único que escuché fueron gritos, explosiones, caos: los talibanes habían tomado Kabul. Nos pedían refugiarnos, protegernos como fuera.
Pensé que no había lugar más seguro que mi hogar. Pero meses después, ese mismo lugar fue registrado de arriba a abajo. Revisaron nuestras habitaciones, nuestra ropa, buscando cualquier indicio de vínculo con el mundo occidental. No encontraron nada. Para entonces, yo ya había salido del país. Había llegado a Santiago.
Llegué de noche. Estaba tan agotada y rota que no sabía en qué apoyar mi esperanza. Por la pandemia, tuve que hacer una cuarentena de una semana.
Esa primera noche encendí la televisión. Y nunca olvidaré lo que vi: personas bailando en las calles, banderas ondeando en el aire, luces, risas, alegría por todas partes. Era Fiestas Patrias.
Mientras Afganistán colapsaba, yo miraba por la pantalla una celebración de independencia. En un lado del mundo, la caída. En el otro, la fiesta. Un instante. Dos mundos.
Kabul, para mí, no era solo la ciudad de mi infancia, sino también un lugar marcado por el miedo constante. Cada día, explosiones. Cada semana, noticias de ataques en escuelas, universidades, hospitales, estadios, salones de bodas, calles. No había espacio verdaderamente seguro. En la universidad donde estudiaba, también hubo atentados. Amigos, profesores, de repente ya no estaban.
Soy una mujer afgana, de la etnia hazara y de religión chiita. Eso significa vivir siempre alerta, con la certeza de que la discriminación puede tocarte en cualquier momento. No solo desde grupos extremistas, sino desde estructuras sociales que limitan nuestras oportunidades.
Amaba mi trabajo, la educación, los derechos humanos, los sueños de las niñas. Pero la realidad me empujó a una decisión que nadie debería enfrentar: irme, dejarlo todo atrás, separarme de mis seres queridos y lanzarme a lo desconocido.
Hoy, en el Día Mundial de las Personas Refugiadas, solo quiero compartir un mensaje: Ser refugiada no es una elección. Pero puede ser una oportunidad para tender puentes entre dos mundos, un puente nacido del dolor, pero sostenido por columnas de esperanza.
Las personas refugiadas podemos ser parte de la solución. Con nuestras habilidades, nuestras experiencias, nuestras ganas de aportar. Si una sociedad nos acoge, no solo nos da una segunda vida, sino que también gana algo valioso: personas comprometidas, trabajadoras y agradecidas.
No miremos a los refugiados como una carga, sino como quienes vienen a aprender, enseñar, crear, y construir junto a ustedes. No hay nada más hermoso que volver a sentir el calor de un hogar en un lugar lejano, no solo por un techo, sino por los corazones que te reciben.