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Aunque el PC se vista de seda, comunista queda

El Partido Comunista decide avanzar hacia La Moneda con su flamante carta presidencial. Una candidata que, con sonrisa amable y discurso moderado, intenta convencer al electorado de que esta vez será distinto. Pero que no nos engañe el carisma: bajo la imagen cercana y dialogante, subsisten las mismas convicciones ideológicas de siempre.

La historia no se repite, pero muchas veces rima. En América Latina, ya conocemos los efectos de los experimentos ideológicos que prometen justicia social y terminan destruyendo las libertades individuales, la propiedad privada y el desarrollo económico. Chile, afortunadamente, ha logrado mantenerse al margen de ese colapso, pero los riesgos no han desaparecido.

Un gobierno comunista, o uno dirigido bajo su lógica programática, le haría un daño profundo y duradero al país. Los fundamentos del comunismo, lejos de ser una propuesta modernizadora, representan una visión estatista, autoritaria y centralizadora de la sociedad. Bajo ese prisma, el Estado se erige como dueño de todo: del éxito, del fracaso, de la educación de tus hijos, de tu salud y de tu propiedad. El individuo deja de ser protagonista para convertirse en subordinado. Y lo más peligroso: se relativiza el respeto a la democracia representativa cuando esta no sirve a sus fines.

Ya hemos tenido suficientes indicios de hacia dónde conduce ese camino. En estos años hemos visto cómo sectores de izquierda radical intentan instalar la idea de que la libertad económica es incompatible con la justicia social, como si la pobreza se combatiera repartiendo miseria. Desde las amenazas de expropiación hasta la romantización de las dictaduras de Cuba, Venezuela o Nicaragua, el mensaje es claro: hay un sector que no cree en la libertad como motor del progreso, sino en el control como solución a los problemas.

Pero más allá del plano ideológico, lo concreto es aún más preocupante. Un gobierno comunista en Chile significaría inseguridad jurídica, desincentivo a la inversión, fuga de capitales y desconfianza institucional. ¿Quién va a querer emprender, contratar o innovar si no sabe si mañana le cambiarán las reglas del juego por razones políticas o por presiones callejeras?

Tampoco hay que olvidar que el comunismo no solo empobrece materialmente, sino también espiritualmente. Reduce la iniciativa individual, desprecia el mérito y castiga el éxito. Y en nombre de una supuesta igualdad, promueve una cultura del resentimiento que termina fragmentando a la sociedad entre opresores y oprimidos.

Y ahora, como si la historia no advirtiera suficiente, el Partido Comunista decide avanzar hacia La Moneda con su flamante carta presidencial. Una candidata que, con sonrisa amable y discurso moderado, intenta convencer al electorado de que esta vez será distinto. Pero que no nos engañe el carisma: bajo la imagen cercana y dialogante, subsisten las mismas convicciones ideológicas de siempre. Las mismas que desprecian la economía de mercado, promueven la expansión ilimitada del Estado y ven con simpatía regímenes que han destruido la democracia. El marketing puede cambiar, pero los principios no. Y esos principios, si llegan al poder, no se moderan: se imponen.

Chile necesita reformas, sin duda. Pero reformas que profundicen la democracia, que promuevan el crecimiento y que respeten la libertad de las personas. No necesitamos más Estado para controlar, sino mejor Estado para servir. No necesitamos ideologías del siglo pasado, sino políticas públicas del siglo XXI. La experiencia internacional es clara: donde se impone el comunismo, se apagan las libertades, se empobrece la economía y se silencia la disidencia. No cometamos el error de creer que acá sería distinto.

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