
Chile ha vivido más de diez procesos electorales desde 2020 a la fecha. Sin duda, todos ellos se han desarrollado de manera impecable en términos administrativos. Sin embargo, cada vez que se realizan procesos de este tipo salta a la luz una realidad ineludible: las condiciones materiales de los colegios y liceos públicos que funcionan como locales de votación. Basta con recorrerlos en esos días para apreciar, de manera muy evidente, una infraestructura deteriorada y carente de la dignidad mínima que requiere cualquier establecimiento educacional. Salas de clases con mobiliario en mal estado, baños en condiciones deficientes, techumbres y muros dañados, y espacios comunes —como canchas, patios y comedores— que difícilmente cumplen estándares básicos.
El Estado ha invertido significativas sumas de dinero durante las últimas décadas con el propósito de fortalecer la educación pública, tanto en calidad como en el mejoramiento de la infraestructura. Pero esos recursos, al parecer, no siempre están llegando donde corresponde. Por ello es indispensable que la Superintendencia de Educación tome cartas en el asunto y amplíe las muestras de fiscalización a fin de comprobar las rendiciones, el uso y el destino real de las distintas subvenciones que se asignan por cada estudiante. La ciudadanía tiene el legítimo derecho de saber si esos recursos se están gastando de manera transparente y eficaz, especialmente cuando se habla constantemente de la importancia de garantizar una educación de calidad.
Por otro lado, el sistema tiene mal puestos los incentivos. En caso de que un sostenedor no logre acreditar satisfactoriamente los montos rendidos, la ley contempla sanciones que implican la reducción de un porcentaje de las mismas subvenciones. Este mecanismo, aunque necesario, termina teniendo un efecto perverso: castigar nuevamente a las comunidades educativas que ya sufren las consecuencias de una gestión deficiente. No se trata únicamente de reducir recursos, sino también de establecer sanciones administrativas claras y proporcionales para los sostenedores y sus representantes, que pueden incluir multas personales o la privación de parte de sus remuneraciones, según corresponda. Solo de esta forma se puede lograr un uso más responsable y riguroso de los fondos públicos.
No todo está perdido. En la Comisión de Educación del Senado se ha solicitado a la Superintendencia de Educación —por parte de su presidente, el senador Gustavo Sanhueza (UDI) — que informe sobre los montos no rendidos y las sanciones aplicadas a los distintos sostenedores en el país. Con dicha información podremos contar con un panorama completo de cómo se están usando los recursos destinados a la educación pública. Este paso es fundamental si queremos avanzar hacia un sistema que no solo reciba recursos, sino que los convierta efectivamente en mejores condiciones de estudio, infraestructura digna y oportunidades reales para niños y jóvenes.
Si no tenemos un cambio de destino pronto, seguiremos perdiendo miles de millones y condenando a la educación pública a una decadencia progresiva. En algún momento deberemos reconocer que la calidad no depende únicamente del presupuesto asignado, sino de la forma en que ese presupuesto se gestiona y se supervisa. Porque ningún plan educativo, por ambicioso que sea, puede florecer en salas que se caen a pedazos.