La noticia del transporte de drogas en un avión de la FACH, unida a otros transportes igualmente ilícitos protagonizados por militares en la frontera, es de tal gravedad que nadie pareciera saber cómo reaccionar. En los programas de gobierno de todos los candidatos a la presidencia no hay nada que indique que tengamos un problema con nuestras Fuerzas Armadas. En algunos de ellos, más bien, queda claro que las Fuerzas Armadas son la solución a todos nuestros problemas. La idea, esgrimida por no pocos candidatos, de militarizar nuestras fronteras e involucrarlas en labores policiales y la lucha contra las bandas armadas resulta, a la luz de los hechos, algo más que arriesgada. Pero no por eso van a dejar de esgrimirla, en gran parte porque no hay otra.
La oposición siente por las Fuerzas Armadas una especie de amor nunca correspondido, pero eso no significa que el gobierno tenga un vínculo más realista con ellas. El comandante en jefe de la FACH hizo ver el profundo desprecio que los cuerpos armados sienten por esos niños que se comportan, por lo demás, con la misma mezcla de complacencia, nerviosismo y fascinación que caracterizó la relación de la Concertación con los uniformes. Un rayo hipnótico que logra convertir a cualquiera que atraviesa la puerta del Ministerio de Defensa en un soldadito de plomo, fascinado por las marchas y los edecanes. Y los regimientos, y los tanques, y los aviones dibujando palabras de amor en el cielo. Fascinación que se ejerce con mucho más poder sobre quienes, por historia personal, podrían tener más resquemores con las armas (de Michelle Bachelet a Maya Fernández).
En los noventa, es cierto, los aviones de la FACH transportaban muebles de ratán. Que hoy transporten ketamina podría convertirse en una especie de metáfora de lo que ha ido ocurriendo en nuestra sociedad. Los muebles eran al menos una iniciativa personal de algún oficial con imaginación, pero el transporte de drogas químicas involucra una connivencia total con, quizás, el único enemigo que Chile debe combatir: el narcotráfico y sus bandas armadas. Un enemigo que no propone treguas ni sesiona en organismos multilaterales, sino que se contenta con carcomer las instituciones una a una, para convertirlas en fantasmas que puede habitar. Sangre y carne que, como el parásito que es, puede hacer suya, quitándonos a nosotros, los ciudadanos, el uso de la única fuerza propia con que contamos.
Dorothy Pérez hizo visible las muchas formas en que los funcionarios públicos evitan sus trabajos y eluden sus responsabilidades de capitán a paje. Las Fuerzas Armadas no son otra cosa que un grupo especial de funcionarios públicos a los que se les ha dado pistola o fusiles para protegernos a todo. Eso obliga a tratarlos con respeto, pero también a vigilarlos el doble porque nadie indica que tener armas los haga más responsable, trabajadores, o esforzado que los demás empleados públicos. Mas bien indica que es más difícil y riesgo obligarlos a trabajar todos los días hábiles y rendir todos los gastos de su función.
Los tribunales militares tenían como objeto justamente esa doble vigilancia. El sistema de privilegios en pensiones y beneficios sociales tiene como contrapartida esa vigilancia especial. Pero nadie olvida que el último en intentar cambiar algunos de esos privilegios, Andrés Zaldívar en los sesenta, consiguió una intentona de golpe de Estado. Ni Pinochet se atrevió a tocar esos tratos especiales. Muchos de ellos los exageró hasta el ridículo. Bajo su gobierno la relación entre el tráfico de droga y los cuerpos armados empezó a hacerse evidente. Nadie olvida que las dos veces que amenazo con volver a golpear la mesa, y el país, lo hizo por cheques de platas más habidas que iban directo, o casi, a sus cuentas personales.
Que la lista de máximas autoridades militares que desfilan por tribunales para explicar dónde y cómo tantas cuentas corrientes y de depósitos sin plazo le salen por todas partes, no significa que la vida en los cuarteles sea paradisíaca. Los problemas, las diferencias, las precariedades dan de baja a muchos que quieren con toda ingenuidad servir a la patria. Se sienten, con razón, olvidados, porque hace demasiado tiempo que nadie seriamente se ha puesto a pensar cuáles serían sus atribuciones, necesidades o funciones en el siglo XXI. La salida de los cuarteles en octubre de 2019 vino a mostrar este nuevo estado de ánimo que no es otro que el temor de ser usado por los civiles para ser abandonado por ellos como un juguete viejo.
Este gobierno, con sus “refundaciones” fantasmales, no era, al menos en el papel, el llamado a mirar de cerca lo que pasa debajo del uniforme. En esto, como en tantas cosas, ha preferido mirar para otro lado. No hay, en los discursos de los candidatos que ya se proyectan para 2026, una sola línea que revele un pensamiento real, una idea concreta, sobre qué hacer con unas Fuerzas Armadas ancladas en la nostalgia de un poder perdido.
Si nadie las piensa, las Fuerzas Armadas seguirán siendo, para algunos, el fantasma de un dolor inextinguible; para otros, el espectro de una autoridad que ya no existe ni volverá a existir. En esa ambigüedad, en esa indecisión, el narco encuentra su oportunidad perfecta: soldados, pertrechos y armamento gratis. A este paso, solo le falta llevarse para la casa un Estado que nunca nadie supo cómo administrar a tiempo. Esa será una derrota para todos que nadie podria decir que no vio venir.