En su cruzada por “poner fin al CAE”, el Gobierno ha presentado un proyecto de ley que, lejos de ser un avance real, amenaza con agravar el problema del endeudamiento estudiantil. El nuevo Sistema de Financiamiento de Estudios Superiores (FES) se promociona como una solución justa y progresiva, pero sus fundamentos y recientes indicaciones dejan ver graves falencias técnicas y financieras.
El corazón del proyecto es, en la práctica, un impuesto al trabajo calificado. Bajo la retórica solidaria, el FES obliga a devolver montos retenidos sobre ingresos futuros que, en muchos casos, superan el costo real de la carrera cursada. Así, quienes logren mejores sueldos terminarán pagando más de lo que costó su educación, generando un sobrepago que no se destinará a fortalecer las instituciones ni a mejorar la calidad, sino a los ingresos generales del Estado. Es decir, un impuesto disfrazado de política educacional.
Si bien el Gobierno ha intentado acotar este sobrepago estableciendo un tope máximo de 3,5 veces el arancel regulado, la medida no soluciona el problema de fondo: el FES sigue siendo, en esencia, un impuesto, que solo alivia a un grupo reducido de deudores. La mayoría terminará pagando en condiciones menos favorables que las actuales del CAE.
A esta fragilidad técnica se suma la preocupante improvisación en las cifras. Al llegar el proyecto a la Comisión de Hacienda de la Cámara de Diputados, la propia Directora de Presupuestos reconoció presentar un informe financiero desactualizado, comprometiéndose a entregar datos corregidos en otra sesión. Más grave aún, tras las nuevas indicaciones, los supuestos originales discutidos en la mesa técnica han cambiado, pero el Ejecutivo sigue sin remitir información actualizada. Esa falta de rigor erosiona la confianza en una reforma de tan alto impacto fiscal y social.
Además, el proyecto arrastra el mismo defecto que la gratuidad: asfixia financieramente a las instituciones de educación superior. Los aranceles regulados están fijados por debajo del costo real de los programas y la restricción del crecimiento de matrícula ha dejado a muchas universidades al borde del estrés financiero. Con el FES, este esquema se extiende a todos los deciles, incrementando el déficit institucional y amenazando gravemente la autonomía universitaria, que quedará cada vez más sujeta a criterios políticos y discrecionales.
Las indicaciones recientes no corrigen estos vicios. Permitir financiamiento parcial (50%, 75% o 100%) solo introduce mayor complejidad, sin ofrecer verdadera flexibilidad a estudiantes de clase media que podrían requerir ajustar sus niveles de deuda año a año. Además, se fijan cupos limitados, transformando un sistema antes de libre acceso en uno restrictivo, dejando fuera a potenciales beneficiarios por razones puramente presupuestarias. Algo que se anunció con bombos y platillos como un sistema universal, terminó siendo restringido por sus propios autores.
En definitiva, el FES no elimina la deuda estudiantil, sino que la transforma en una obligación fiscal sobre los hombros de los egresados y perpetúa las dificultades financieras de las instituciones. Con este diseño, el Estado no crea un sistema más equitativo ni sustentable: apenas cambia el nombre de la deuda, mientras incrementa su costo y profundiza la fragilidad del sistema de educación superior. Persistir en el camino actual es legislar sobre una ilusión que, al final, podría costar demasiado caro.