Secciones
Opinión

Evelyn Matthei: de vístima a profesora

Evelyn y su comando comprendieron algo que hasta entonces parecía habérseles escapado: que en el mundo de las redes sociales, de los bots y las fake news, la peor estrategia es hacer lo lógico, lo normal, lo esperable.

No lo habría hecho nunca. Si me hubieran preguntado, no le habría aconsejado a nadie que lo hiciera. Hacerse la víctima —o la vístima, como se dice en redes sociales— frente a una campaña sucia parecía la mejor manera de darle la razón a esas mismas campañas. Si el objetivo era mostrar a la candidata como alguien desequilibrada o mentalmente frágil, enojarse, amenazar o querellarse podía ser la peor de las respuestas. Enloquecer cuando te acusan de estar loca es, justamente, lo que el manual de campaña nunca recomienda. Pero, ¿había otra opción?

Evelyn y su comando comprendieron algo que hasta entonces parecía habérseles escapado: que en el mundo de las redes sociales, de los bots y las fake news, la peor estrategia es hacer lo lógico, lo normal, lo esperable. Y peor aún: no hacer nada. Convertirse en espectadora de tu propia masacre. En ese ecosistema lo que importa, lo que resuena, lo que obtiene —quizás no votos, pero sí atención— es lo improbable, lo inesperado, lo personal. Lo que permite volver a ser protagonista de tu propia historia.

Evelyn Matthei podía perderlo todo al denunciar la campaña sucia de los republicanos. Pero la pregunta es: ¿qué es ese todo que podía perder? ¿Seguir siendo una figura marginal en debates ajenos? ¿Ser pasto de rumores interminables sobre bajadas y renuncias? ¿Continuar como un mueble incómodo que su sector no sabe en qué remate encajar? Decir “aquí estoy, aquí soy, aquí existo” era su única alternativa.

Pero aún más esencial era reafirmar lo que la define: su hambre de denunciar, de confrontar, de poner al otro contra el pizarrón. Su lucidez en el rencor. Su capacidad —como la profesora de matemáticas que fue antes de volver a la política— de poner notas rojas que nadie puede cambiar.

Eso hizo, en sustancia: convirtió a Kast en su alumno. Transformó la diferencia de edad en una ventaja, no en una carga. Dejó claro que, en materia de campañas sucias —como en economía—, Kast no es más que una aprendiz ante la maestra.

Pero hizo algo aún más significativo: expuso una debilidad de Kast que también es su fuerza. Ese niño bueno que no puede dejar de ser que vive rodeado de los niños más malos de la política formal. Ese caballeroso y gentil alemán que le abre la botella de agua mineral a la candidata Jara y se la sirve con cortesía total, es capaz también de los calificativos más crueles, de las medidas más despiadadas, del desprecio más absoluto, no solo hacia los adversarios, sino —sobre todo— hacia sus aliados.

En ese sentido, a pesar de su común germanidad y cercanía ideológica, Matthei está en las antípodas de Kast. Ambos saben odiar, pero Matthei odia con pasión. Y con esa misma pasión se reconcilia y vuelve a la carga. Siente, vive, respira por la herida, pero también quiere ilusionarse, creer, vibrar. Después lanza un garabato, se baja al barro cuantas veces sea necesario —o incluso cuando no lo es—. Se equivoca como quien respira. Kast, en cambio, representa otra Alemania: la que llora con Wagner pero no se conmueve con nada más. La que cree que solo se puede querer a los no-alemanes desde la compasión o la paciencia. La que no se equivoca ni se rebaja a insultar, pero carece de toda pasión que no sea la de tener la razón, incluso sin necesidad de razonar.

A esa Alemania exacta, trabajadora, esforzada, pero que se toma sus cervezas y baila mal en la orilla de la fiesta, hemos aprendido a quererla. A la Alemania fría, que nunca ha creído que todos somos iguales, cuesta mucho más. Especialmente si se deja representar por una legión de solteros (o casi), frustrados adictos a las redes, que llenan de banderas sus avatares, insultan para existir y desconocen la decencia y los escrúpulos.

A riesgo de su propia supervivencia, Matthei —en un gesto muy suyo— denunció a su contrario. Y al hacerlo, puso también en evidencia a esa nube de avatares que todos hemos aprendido a odiar: los bots. Intuyó, instintivamente, que esta es la guerra que viene: la que enfrenta a quienes aún nos comunicamos entre personas de carne y hueso, que conservamos algo de gentileza, de compasión, de apego a los hechos, contra los conversos digitales que habitan el desmedido páramo de las redes.

Lo más probable es que Evelyn no gane puntos con esta jugada. Pero sí logre restarle algunos al adversario. A estas alturas del juego, no perder ya es una forma de ganar. Pero puede ser aún mejor que el otro pierda. Y por lo que conozco a los personajes, no creo que el puro cálculo electoral explique este provechoso suicidio.

En este mundo de expertos, encuestas, estrategas y partidos, el placer de ser uno mismo —de sentir y hacerse sentir— se ha vuelto un lujo raro. Evelyn se dio ese gusto. Y descubrió que eso, precisamente eso, es lo que hoy pide la política: ser uno mismo hasta el delirio o la locura, pero hablar con la propia voz.

Notas relacionadas








Vuélveme a querer

Vuélveme a querer

El extraño caso de Cristian Castro es, finalmente, el de un artista que perdió el centro, vagó por los bordes y regresó sin pedir permiso. No volvió a través de un hit nuevo ni de una estrategia de marketing: lo hizo mediante algo más simple y más raro -una autenticidad torpe, luminosa e irresistible, respaldada por una carrera que, vista desde hoy, nunca dejó de importar.

Foto del Columnista Mauricio Jürgensen Mauricio Jürgensen