Hace unos días en un evento alguien me preguntó: “¿Cómo defines el éxito?”. La pregunta me dejó pensando. No porque no supiera qué decir, sino porque me di cuenta de que, por años, nos hemos enfocado en un aspecto cuantificable para responderla. Vivimos en una cultura que nos dice que el éxito es el número de ceros en la cuenta bancaria, los títulos académicos en la pared, la cantidad de seguidores en redes sociales o el cargo corporativo. Construimos una sociedad adicta al rendimiento, una máquina que nos dice que siempre tenemos que ser más, hacer más, lograr más. Y en esa carrera frenética por ser “exitosos”, nos olvidamos de algo fundamental: para qué estamos corriendo.
He visto a muchas personas brillantes y talentosas que llegaron donde “tenían” que llegar según los estándares sociales, pero que se levantaban cada mañana sintiéndose vacías. Tenían todo lo que se supone que debían querer, pero no sabían por qué lo querían. Creo que ahí está el problema: cuando el éxito se persigue desconectado del propósito, perdemos el rumbo. Parecemos hamsters corriendo en una rueda, cada vez más rápido, acumulando logros que muchas veces no nos llevan a ningún lugar que de verdad importe.
En mis más de veinte años emprendiendo, me he dado cuenta de que las personas que transforman realidades no son necesariamente las que más “logros” tienen en su currículum sino las que han encontrado una causa, un propósito y una razón de ser. Son quienes tienen una brújula interna que les dice hacia dónde ir cuando todo se ve confuso y que, a partir de eso, convierte el trabajo en pasión.
¿Qué pasaría si en lugar de preguntarnos unos a otros ¿qué quieres conseguir? empezáramos a enfocarnos en ¿qué problema quieres resolver? o ¿qué hiciste por ti y tu comunidad?. ¿Qué tal si en lugar de medir nuestro valor por lo que acumulamos, lo midiéramos por el impacto que creamos?.
Vivir con propósito no significa renunciar al éxito material ni dejar de lado los aspectos financieros, sino entender que los buenos resultados pueden ser una consecuencia natural de hacer algo que tenga sentido. Significa que ese éxito -si llega- es la consecuencia natural de estar haciendo algo valioso. Encontrar el propósito requiere algo que nuestra cultura del rendimiento rechaza: vulnerabilidad. Significa aceptar que tal vez no tenemos todas las respuestas, que tal vez el camino propio no se parece al de la mayoría y que tal vez sea necesario enfrentar los miedos e inseguridades que eso genera. Pero como recompensa, esa vulnerabilidad nos abre la puerta a la innovación, la creatividad y la transformación. Al convencimiento de dejar de medir la vida por números y empezar a valorarla también por lo que se construye, a quién se impacta y cómo nos ayuda a crecer como personas.
La pregunta no es si puedes hacerlo. La pregunta es si estás dispuesto a hacerlo.