Todo era perfecto; ganaste la primaria, tomaste la posta de ser la continuidad del Gobierno y vas liderando las encuestas, pero al final nada lo es. Menos aun cuando te aventuras a dirigir un país con un programa de siete páginas que ni siquiera leíste. Y peor todavía si, mientras reivindicas la “acumulación” de riqueza o tu propio patrimonio, te declaras devota del comunitarismo, de la producción colectiva y de la nacionalización de los recursos naturales. No, no funciona. No funcionó. Y no funcionará.
Lo bueno de este episodio es que, más allá de profesar un puritanismo impostado e intentar ser el ejemplo impoluto de una ideología trasnochada, queda en evidencia —una vez más— que ni allá ni acá los extremos son buenos.
Todos tienen derecho a su propiedad, sea un iPhone, una casa o lo que sea. Esto es lo común y ordinario en sociedades liberales: un derecho tan básico como el de circular, movilizarse o transitar, sin más limitaciones que cumplir con las reglas de egreso e ingreso.
Pero resulta muy llamativa la reivindicación de la candidata comunista a su derecho de tener un celular de lujo, lo que deja claro que, en el comunismo, esto es un desliz imperdonable… salvo, claro, que se trate de ellos mismos (o que tengas 16 líneas a lo Karol Cariola).
El problema es que ella y otros nos quieren convencer de lo contrario: que la propiedad privada es un pecado tan grave como el pluralismo. Dos caras de una misma moneda, dos externalidades de un mismo mal, que para esos sectores deben ser eliminadas en búsqueda de un supuesto bien común. Y ya sabemos que cuando la excusa es “el bien común”, lo que viene es la concentración del poder y la imposición de una sola verdad.
Chile no puede darse el lujo de caer —otra vez— en esas tentaciones.
Necesitamos mirar más allá de la contingencia (y de las encuestas) y reconocer que los valores que nos han engrandecido —la libertad individual, el respeto al derecho ajeno, la posibilidad de llegar a acuerdos y la diversidad de pensamientos— no son concesiones de un gobierno, sino presupuestos básicos de nuestra convivencia y cohesión social; lo que nos ha hecho grandes y referentes en muchos aspectos.
Porque, si seguimos pisándonos los talones entre nosotros, no existirá matiz, reglas flexibles, democracia diferente ni discursos de amor que nos liberen. Y ese es el verdadero riesgo: que, al final, todos terminemos —perdónenme lo estúpido— con recursos naturales nacionalizados, discurso único, terrenos expropiados y, pero claro, con iPhones propios.