El fútbol. De nuevo. Otra vez en deuda. Otra vez en la boca de todos con un sabor amargo y desagradable. El fútbol otra vez, una vez más, de nuevo, como escenario de imágenes espantosas, de horror, en una colección espúrea que crece y crece y ya parece no tener freno.
La organización del fútbol. La mala organización. Sus pésimos dirigentes. Sus mediocres encargados. Sus futbolistas y técnicos silentes y acríticos, colaboradores de las barras.
Ya van decenas, cientos de casos, donde sabemos perfectamente lo que pasó -y no debió pasar- en un estadio convertido en infierno.
Pero en cambio no sabemos bien lo que no se hizo o se hizo mal, que es la clave de todo, que es donde hay que hincar el diente, donde corresponde inmiscuirse, investigar y castigar.
El origen de la deuda, del espanto y la vergüenza siempre es un trabajo mal hecho, irresponsable, imprudente, insensato, anodino, que debiera generar muchas más responsabilidades morales y legales de las que hoy genera. Porque el final ya lo sabemos de memoria de tanto verlo: muy luego se dará vuelta la página.
En un mundo ideal, un mísero partido de fútbol internacional, a mitad de año, sin gran trascendencia, sin choques emocionales históricos ni rivalidades enraizadas en el corazón de la gente, haría pensar que daba lo mismo ubicar a una barra arriba de la otra, incluso en el mismo sector del estadio. Ese sólo acto -que suena bastante estúpido porque estamos mal acostumbrados- en rigor no debiera ser sinónimo de violencia, de tragedia, de escándalo. Pero como hace rato no estamos en un mundo ideal (ni en Chile ni en Argentina), como hace rato los signos de educación quedaron de lado ante el imperio de las pulsaciones desenfrenadas, de las batallas excesivas, de la falta de matices, era bastante obvio que una decisión tan irresponsable como esa podía terminar mal.
Cuando se tiene la responsabilidad de hacer un evento deportivo, local o internacional, cuando se cobra por las entradas (nada de baratas) y se gana plata a raudales por los derechos de televisión, auspicios y cuotas de socios, se generan OBLIGACIONES. Hay que organizar bien, modernizarse, invertir, tomar medidas de seguridad, redoblarlas y triplicarlas si llega la ocasión, proteger ante cualquier problema a los hinchas propios y a los ajenos, que en el fondo son lo mismo: clientes, gente que te pagó por ver lo que ofrecías, gente que no sólo merece respeto en tanto ser humano, sino que tiene el DERECHO legal de exigir que, cuando entra a un estadio de fútbol, su experiencia sea grata, tranquila, segura.
Eso, sin duda, no pasó anoche. Y la primera responsabilidad es del organizador. Siempre. Eso no es debatible. Por lógica y por ley el que está a cargo del espectáculo es el que debe responder ante cualquier problema que se origine. Y en este caso ese es Independiente de Avellaneda que, suponemos, será el primero en pagar y responder por lo ocurrido en su feudo, al interior de su casa. Por su total incapacidad, por su falta de previsión, por su nula reacción ante hechos que pudieron frenarse mucho antes de que estallaran porque fueron cualquier cosa menos sorpresivos. Hubo tiempo para todo… y no hicieron nada. ¿Tendrá los pantalones la corrupta Conmebol para castigar al principal culpable? Veremos.
¿Y la gente de la U? Pésimo también. Espantosamente mal. Probablemente no habría ocurrido lo que ocurrió, al menos en su gravedad fenomenal, si al menos un grupo de ellos no se hubiera comportado tan mal ni hubieran agredido a la hinchada rival lanzándole cosas con la única intención de causarles daño físico. Eso es un delito y hay que ser un asco de persona para perpetrarlo. Por favor que nadie se confunda ni transforme en víctimas a los iniciadores de todo. Sin duda, ellos también tienen que ser castigados. Por el club (difícil, nunca lo hacen, les tienen miedo y son amigos más que contralores) o por la misma Conmebol.
Sin embargo, nada justifica lo que pasó después: la inacción (sino abierta colaboración) de la policía local con la barra brava de los rojos y la masacre. A alguien que te lanzó piedras, palos o lo que sea, no lo acuchillas, no le pegas fierrazos en la cabeza hasta dejarlo tendido, no lo pateas y lo golpeas en el suelo a mansalva, en patota, no lo obligas a saltar al vacío…a menos que seas un imbécil y un cobarde, que eso son, finalmente, esos mal llamados hinchas. ¿Cómo sabes, aparte, que les estás pegando a los que agredieron antes a los tuyos? ¿Bastaba estar vestido con una camiseta azul para merecer los golpes y, si hubieran podido, la muerte? Claro que no. Eso no es justicia, eso no es pensar con normalidad: eso es ser un animal, un energúmeno. Gente que no merece caminar por la calle de ninguna ciudad de Sudamérica y que, desde luego, no merece entrar nunca más a un estadio para un evento deportivo.
¿Cambiar el famoso “aguante” por la libertad de una tropa de infelices para cometer delitos, para generar violencia, para trabajar con el narco? No, gracias. Ni ahora ni nunca. Para eso, mejor jugar sin barras.
Lo que pasó anoche en Avellaneda fue horroroso. Terrible. No podemos aceptar que eso sea “ir al fútbol”. De hecho, la desgracia mayor es que, ante la desidia de todos (autoridades políticas, policías, jugadores, socios y dueños de clubes, medios de comunicación, hinchas), ya nos estamos acostumbrando. Se suman y suman las vergüenzas en todo Sudamérica y en rigor, salvo rasgar vestiduras y patalear un rato, nadie hace nada. Ojalá esta vez, por fin, los castiguen a todos. Pero A TODOS. Si no, los organizadores y los delincuentes (muchas veces unidos en una amalgama insana) no van a entender nunca. Y seguirá el deterioro mental y emocional, el daño y el desgaste; seguirá decayendo la gente del fútbol en inteligencia y humanidad, seguiremos bajando la escala de desarrollo y de cultura. Y los estadios de fútbol terminarán siendo, finalmente, unos lugares inhumanos, feroces, absurdos que merecerán ser clausurados para siempre.
Estamos a un paso. En serio, a un paso.