La llamada Macrozona sur vive desde hace años bajo un régimen paralelo de violencia. Allí el monopolio de la fuerza ya no lo ejerce el Estado, sino grupos armados que emboscan, disparan y asesinan a sangre fría. El último episodio en Victoria lo demuestra con crudeza: dos trabajadores forestales de CMPC fueron emboscados por cinco encapuchados fuertemente armados; uno murió y el otro quedó gravemente herido. Otra familia destruida, otra comunidad aterrorizada, otro recordatorio de que en parte del territorio nacional, el Estado simplemente no manda.
La indignación frente a estos hechos se mezcla con la resignación. Una y otra vez, la secuencia es más o menos la misma: atentado, portada en los diarios, despachos en la TV, declaraciones indignadas desde La Moneda, condenas transversales en el Congreso… y nada más. Al día siguiente, todo continúa igual. La violencia se normaliza, los responsables rara vez (o nunca) son detenidos y las víctimas se acumulan en las estadísticas.
Lo que ocurre en la Macrozona sur no es un conflicto romántico ni un movimiento social “mal entendido” como durante mucho tiempo nos quisieron convencer desde el Frente Amplio y la izquierda. Hace mucho que la violencia dejó de ser la excusa o la expresión de una causa histórica y pasó a convertirse en un negocio criminal, muchas veces ligado al narcotráfico, robo de madera y al control territorial. Llamar a esto de otra manera es autoengañarse.
Cuesta olvidar cuando Gabriel Boric, siendo diputado, visitó Temucuicui y se fotografió junto a otros irresponsables frenteamplistas hablando de “territorio liberado”, como si fuese un hito simbólico y no la expresión evidente de la claudicación del Estado. O cuando la entonces ministra del Interior, Izkia Siches, intentó entrar a ese mismo lugar en un espectáculo televisivo que terminó en balacera. También están las innumerables ocasiones en que ese sector político se negó y se niega a llamar las cosas por su nombre —terrorismo— y rechazó aplicar los estados de excepción constitucional que permiten mayor presencia de las Fuerzas Armadas en la zona. Esa indulgencia de ayer es el costo político y social de hoy: un Estado debilitado, ciudadanos desprotegidos y comunidades a merced de los violentistas.
La violencia no sólo mata personas, también mata oportunidades. La Macrozona sur es un motor productivo para Chile: forestal, agrícola, logístico. Cada atentado es un golpe a la inversión, un espantapájaros para el desarrollo, un recordatorio de que emprender o invertir allí es un acto temerario. ¿Qué inversionista serio apostará por una zona donde el Estado ni siquiera puede garantizar el tránsito seguro en un camino rural?
Mientras tanto, desde Santiago abundan los discursos sobre derechos, diálogos y mesas de conversación. Bienvenidos sean, pero sin seguridad previa son simples caricaturas y voluntarismo. Ningún diálogo florece en un territorio donde los encapuchados deciden quién entra, quién sale y quién vive.
¿Qué más tiene que ocurrir para que el Estado se comporte como tal en la Macrozona sur? ¿Cuántas emboscadas más, cuántos incendios, cuántos trabajadores muertos, cuántas familias destrozadas harán falta para que los políticos dejen de improvisar?
No se trata de militarizar sin estrategia, ni de reducir todo a represión. Se trata de recuperar lo mínimo: el control territorial, la garantía de que un trabajador pueda regresar vivo a su casa, la certeza de que el Estado no ha claudicado. Eso es condición básica para cualquier diálogo posterior o para un diálogo que tenga resultados reales. Sin seguridad no hay justicia, no hay democracia y no hay desarrollo.
Hoy, la Macrozona sur es el espejo más cruel de nuestra política: muestra un Estado que se indigna mucho pero que actúa poco, que diagnostica en abundancia pero casi no resuelve, que promete en exceso pero cumple a cuentagotas. Un Estado que ha preferido el cálculo electoral antes que la seguridad de sus ciudadanos.
Y por eso la frase incómoda es ineludible también: “Estado fallido”. Porque allí donde el Estado no está, gobierna el miedo. Y allí donde gobierna el miedo, la democracia se derrumba.
Hoy la mirada, con total razón, está puesta en el sur, pero sabemos que la podemos dirigir a la zona metropolitana, a esos barrios donde tampoco impera la ley, donde abundan toldos de colores, ilegalidades, secuestros, portonazos y sicarios. O en el norte, donde el frágil control fronterizo es tierra fértil para el narco, contrabando y la inmigración ilegal.
El emplazamiento a las autoridades es directo y urgente, más aún en año electoral: actúen. Devuelvan la seguridad a la Macrozona sur y al resto del país, ejerzan el monopolio de la fuerza que les corresponde, apegados a las normas, pero sin complejos y protejan a los ciudadanos que pagan sus impuestos y cumplen la ley. La paciencia se agotó. Si no lo hacen, la historia recordará a este gobierno, a los anteriores y a los que vengan como los responsables de haber permitido que esa parte del país, y en otras más, se perdiera el Estado de Derecho. De eso, a la autodefensa, hay un solo paso. Uno muy corto.