Hace unas semanas reflexioné sobre la ausencia de épica en nuestros liderazgos y el riesgo que eso implica para nuestra democracia. Hoy quiero dar un paso más allá: cuando la épica falta arriba, la pregunta inevitable es qué podemos hacer abajo, en lo cotidiano, como ciudadanos.
Me convoca una interpelación que plantea Victoria Camps en su reciente libro La sociedad de la desconfianza: ¿qué debo hacer? En medio de instituciones debilitadas, promesas incumplidas y liderazgos incapaces de inspirar, la filósofa recuerda que la democracia necesita, más que nunca, la construcción de un carácter virtuoso en cada persona. Y esa llamada me parece urgente para Chile.
Vivimos en un país con niveles de confianza peligrosamente bajos. Según estudios recientes, desconfiamos de nuestras instituciones, de los liderazgos políticos, de las empresas e incluso entre nosotros como ciudadanos. A eso se suma la incertidumbre provocada por los múltiples cambios —económicos, sociales, tecnológicos— que conmocionan nuestro día a día y nos hacen sentir frágiles, inseguros, expuestos.
En ese escenario, la pregunta resuena con fuerza: ¿cómo se puede vivir?, ¿qué puedo hacer?
Creo firmemente que el camino comienza en lo más esencial: recordar que somos seres humanos con capacidad reflexiva, con sensibilidad y con la posibilidad de emocionarnos en nuestro convivir. Allí donde la desconfianza se instala como norma, necesitamos cultivar prácticas que reconstruyan lo que parece roto.
Se trata de volver a dialogar intensamente, sin miedo a la discrepancia, sin reducir la conversación al ataque o la consigna. Recuperar la curiosidad que caracteriza la niñez: esa disposición a preguntar, a sorprenderse, a abrirse a lo distinto. Porque sin preguntas renovadas no hay inspiración, y sin inspiración no hay transformación.
Pero también se trata de gestos cotidianos de confianza: escuchar antes de juzgar, ofrecer ayuda sin esperar retorno, reconocer el valor de lo común en espacios tan simples como el barrio, el trabajo o la familia. La confianza se teje desde lo micro, y esa red silenciosa es la que sostiene la posibilidad de una democracia viva.
No podemos esperar pasivamente a que surja un liderazgo épico que lo resuelva todo. La épica que falta en la política y en las instituciones debe comenzar en la ética personal y en el compromiso ciudadano. No para reemplazar la responsabilidad de quienes gobiernan, sino para exigirles más desde una ciudadanía consciente y coherente.
La democracia es frágil cuando se reduce a trámites o a discursos vacíos. Recupera su fuerza cuando cada persona decide que sus actos diarios pueden ser semillas de confianza, cuidado y dignidad. Esa es la épica que está a nuestro alcance: la que comienza en lo íntimo y se proyecta hacia lo colectivo.
La pregunta sigue abierta: ¿qué debo hacer? Tal vez la respuesta no sea una gran hazaña, sino el gesto humilde y sostenido de vivir con integridad, de recuperar el diálogo, de cuidar lo común. Porque sin esa épica personal, la democracia seguirá marchitándose. Con ella, en cambio, puede renacer.