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Doble opuesto

Quizá la clave para evitar la tentación de tomar bandos no esté en coronar vencedores, sino en reconocer que ambos mundos -el de la partitura y el del beat improvisado- forman parte del paisaje común de la música chilena.

La reciente polémica entre Horacio Saavedra, histórico director de orquesta del Festival de Viña del Mar, y Pablo Chill-E, referente del sonido urbano, parece a primera vista un simple intercambio de críticas y respuestas. Pero si se observa con más cuidado, lo que está en juego es algo mayor: el choque de dos mundos que conviven, se rozan y muchas veces se repelen en la música chilena.

Por un lado, Saavedra representa una escuela marcada por la formalidad, la disciplina de la orquesta, el arreglo de raíz académica y el respeto a la tradición televisiva que durante décadas fue vitrina y termómetro del éxito musical. Sus reparos fueron claros y sin matices: dijo que no alcanzó a comprender el espectáculo de Pablo Chill-E -que calificó de monótono y pobre- y que no pudo seguir viéndolo por televisión. Sus palabras suenan como el réquiem de un músico formal que ve cómo su paradigma se difumina en un escenario donde la masividad ya no se construye en el Festival, sino en Spotify, en YouTube o en las redes sociales.

Por el otro lado, una de las estrellas del sonido urbano actual encarna la irrupción de otra estética: la espontaneidad del freestyle y el trap como vehículo de una generación que no necesita el canon clásico para validarse. Su respuesta no tardó en llegar y tampoco fue suave: replicó refiriéndose a Saavedra como “este viejo chico pelado”, un gesto desafiante que, más allá de la ofensa personal, refleja esa falta de reverencia hacia quienes ocuparon el podio antes. Para él y sus pares, la legitimidad no se mide en el camino recorrido, sino en el reconocimiento de un público que se siente representado en sus códigos y su lenguaje.

La pregunta que se abre es si la crítica de Saavedra nace de la dificultad de comprender un lenguaje que no le pertenece o si hay allí también un punto válido sobre el oficio y el cuidado formal que la música debería resguardar, incluso en sus vertientes más populares. Al mismo tiempo, cabe preguntarse si la respuesta de Pablo Chill-E da cuenta de un simple desparpajo juvenil o si es una falta de respeto por los eslabones previos de la cadena musical chilena.

Lo cierto es que el debate no es sólo musical: es cultural, generacional y simbólico. Representa la tensión entre un Chile que se formó mirando orquestas de gala en televisión y otro que hoy moldea su identidad desde el barrio y con letras que viajan en segundos por redes sociales. Quizá la clave para evitar la tentación de tomar bandos no esté en coronar vencedores, sino en reconocer que ambos mundos -el de la partitura y el del beat improvisado- forman parte del paisaje común de la música chilena. Como dos partituras que suenan al mismo tiempo, aunque no en armonía, lo que escuchamos en esta controversia es el eco de un país que cambia de piel, que discute su herencia y que sigue buscando la música que mejor cuente su presente.

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