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El asesinato de Charlie Kirk y el imperio de la subjetividad

Kirk entendió temprano que la política contemporánea se ejecuta en el terreno del espectáculo y la exaltación de la identidad personal, profesionalizando una suerte de pedagogía conservadora para audiencias jóvenes y dándoles un léxico rápido, antagonistas claros y un héroe accesible con el que tomarse una selfie.

Hace un par de semanas, el asesinato del influencer político Charlie Kirk mostró un nuevo orden en la conversación pública agregando una nueva tensión al ya convulsionado ambiente universitario en Estados Unidos: primero está la pertenencia a la tribu, luego la racionalidad con que evaluamos eventos de violencia extrema. Las respuestas que su muerte originó coronaron la subjetividad como ley mandante.

Sin duda, la figura pública de Kirk condensó una estética mediática y un modelo de movilización política. Kirk entendió temprano que la política contemporánea se ejecuta en el terreno del espectáculo y la exaltación de la identidad personal, profesionalizando una suerte de pedagogía conservadora para audiencias jóvenes y dándoles un léxico rápido, antagonistas claros y un héroe accesible con el que tomarse una selfie.

En campus universitarios, Kirk montaba lo que llamó Demuéstrame que Estoy Equivocado, un espacio de micrófono abierto, donde empezaba con una intervención breve y luego recibía preguntas del público, con la premisa explícita de que cualquiera podía refutar su tesis inicial (a pesar de que parecía que Kirk más estaba explotando el hecho de no encontrar contrapartes racionales a sus ideas). En esas rondas aparecían de modo recurrente temas como el aborto, la diversidad, la equidad, la inclusión, el feminismo, la inmigración y el uso libre de armas. Kirk respondía con un guion reconocible: preguntas fundacionales para acotar la discusión (semanas de gestación, qué entendemos por “mujer”), un retorno a primeros principios (derecho a la vida, libertad individual, límites del Estado) y, no menos importante, siempre un cierre performativo que funcionaba como clip para redes.

La paradoja, aquí, es que esa misma forma—el dominio de la pertenencia por sobre la búsqueda de la verdad, la imposición de valores y un formato que el algoritmo parece premiar en las redes—organizó las reacciones polarizadas ante su asesinato, desplazando el juicio cívico a la prevalencia de una respuesta identitaria. En cuestión de horas, el hecho se convirtió en gatillo afectivo que confirma quién soy y a qué tribu pertenezco. Del lado de los afines, se impuso el marco de martirio y continuidad del “movimiento”: líderes y cuentas afines lo presentaron como “caído por la verdad” y prometieron ampliar su legado, convirtiendo el duelo en reafirmación de agenda (“no tienen idea del fuego que han encendido” dijo la viuda de Kirk). Del lado opuesto, aparecieron lecturas celebratorias o justificadoras que redujeron la vida de Kirk a lo que representó en la discusión pública.

Esa deriva no es anecdótica: es síntoma de una esfera pública convertida en mosaico de respuestas privadas, donde interpretar se confunde con instrumentalizar y el otro deja de ser persona para volverse material narrativo. Si aceptamos esa lógica, la muerte deja de marcar un límite ético y se vuelve contenido: un insumo más para la máquina de identidad que ordena nuestros feeds. La pregunta, entonces, sobre qué respuesta nos exige la pérdida de una vida en democracia bajo estas características, queda eclipsada por la emocionalidad de un ecosistema que recompensa la pertenencia antes que deliberación.

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