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Último día nadie se enoja

El amor y la pedagogía forman una mezcla peligrosa pero inevitable. Chile educa a golpes, con amor áspero, y Boric se dejó educar.

El presidente Boric vivió su último Te Deum, su última Parada Militar, su última cueca. Recién ahora parece entender el sentido de esos rituales que se llaman Chile. Durante años creyó que eran liturgias vacías, herencias de un país que se debía superar. Hoy parecen haberle revelado su sentido profundo: son el pegamento de una nación que solo existe cuando representa su propia continuidad. Quizá ha comprendido al fin el centro de la chilenidad: el castigo, el golpe, la letra que solo con sangre entra. Dura lección, aprendida a fuerza de rechazo perpetuo, ese destino inevitable de su gobierno.

Clásico es entender que el autoritarismo chileno es profundamente democrático, y que la democracia chilena es, a su modo, autoritaria. Esa paradoja nos define: un país donde los experimentos a lo Milei o a lo Maduro son imposibles, pero donde otras demencias —silenciosas, elegantes, disfrazadas de consenso— nunca están del todo descartadas. Un país que ansía perdón y redención, pero no refundación. Un país que quiere aprender, pero sobre todo enseñar; que halló en el patagónico Boric —medio argentino por geografía y talante— a su alumno perfecto.

El amor y la pedagogía forman una mezcla peligrosa pero inevitable. Chile educa a golpes, con amor áspero, y Boric se dejó educar. Esa misma mezcla permite que un presidente cuyo gobierno no brilló en nada —ni reformas estructurales, ni grandes obras, ni milagros económicos— pero que tampoco fue un desastre evidente, pueda convertirse mañana en candidato probable de cualquier alianza que intente resucitar este purgatorio. Un purgatorio que, sin ser paraíso, está lejos de ser infierno. Quizá, cuando despertemos de la ilusión de paraísos imposibles, descubramos que este purgatorio no es una mala alternativa.

Fue un mandato que no quiso esta construcción ni la otra, ni la contraria, ni la que existe ni la que podría existir. ¿Qué país se puede soñar en un insomnio perpetuo? Boric se presentó como presidente-estudiante, todavía aprendiendo su oficio. Esa condición, que pudo haber sido la peor opción, resultó menos ofensiva que un presidente que fingiera certezas. No dio respuestas claras, pero tampoco se atrevió a mentirnos con convicción.

Para bien o para mal, fue sincero. Aprendió —tarde— a querer el Chile olvidado y a recordar que, al final, todos pertenecemos también a él: los que lo niegan, los que lo adoran, los que lo ignoran. Después de adherir a las modas de su tiempo y de otros, el presidente entendió algo elemental: en Chile, para sobrevivir, hay que volverse clásico. Y eso, al final, es más revolucionario de lo que parece.

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