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¿Y dónde está el clima?

No entender que esta también es una urgencia es entregar el destino de nuestro país (con sus ciudadanos y, evidentemente, su economía) al mejor postor. Algo tiene que cambiar.

Este año, dos de las principales instituciones para el derecho internacional entregaron opiniones contundentes respecto de la inalienable vinculación entre la defensa del medio ambiente y los derechos humanos, algo que ha sido celebrado por la comunidad internacional al entregar una mirada clara respecto de la relevancia de la protección de estos derechos.

A comienzos de julio, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) hizo historia al reconocer el derecho a un clima sano y establecer el alcance de las obligaciones de los Estados para proteger los derechos humanos; del mismo modo, hacia fines de ese mes, la Corte Internacional de Justicia (CIJ) también se refirió a este tema y aseguró que los Estados están legalmente obligados a reducir sus emisiones y proteger el clima, dictaminando además que si estos incumplen sus obligaciones, incurrirán en responsabilidad legal y podrán ser obligados a cesar la conducta ilícita, ofrecer garantías de no repetición y reparar íntegramente según las circunstancias.

Los pronunciamientos de ambas cortes han sido claros al determinar que tanto los Estados como las empresas (sobre todo aquellas más contaminantes) tienen la obligación de proteger a las personas y tomar completa responsabilidad por los daños ambientales provocados por su acción u omisión, aclarando además que el beneficio económico no puede conseguirse a costa de la calidad de vida de las personas, lo que nos debería permitir avanzar hacia una era de un accountability real en materia climática, donde podremos exigir medidas de mitigación y reparación concretas a nuestros gobiernos y al sector privado.

Mientras ambas cortes internacionales estipulan que los Estados están obligados a hacer todo lo posible para lograr la regulación climática y garantizar así los derechos de las personas, el mundo político -al menos en nuestro país- parece desentenderse de este pronunciamiento.

Así quedó evidenciado en el primer debate presidencial, transmitido hace unos días por un canal de televisión, cuando ninguna candidatura mencionó siquiera los desafíos medioambientales y/o climáticos que van a enfrentar en sus eventuales gobiernos, ni, mucho menos, a sus principales propuestas en esa materia.

En una época en que los incendios forestales son cada vez más violentos y cobran la vida de más personas; las inundaciones son más dañinas y desplazan a miles en todo el mundo; las olas de calor son más recurrentes y afectan a más comunidades, y la sequía y el estrés hídrico amenazan sin tregua a más territorios, particularmente en nuestro país, parece un absoluto sinsentido no referirse a estos temas cuando se debaten las prioridades que estos candidatos deberán enfrentar en el mediano plazo si logran llegar a La Moneda. No podemos olvidar que -aunque estos temas parecen haber desaparecido de la intensa agenda mediática- siguen gravitando de forma significativa sobre el futuro inmediato de la población nacional y son claves en su bienestar.

Hablar de medio ambiente y adaptación climática en política, no sólo es un imperativo ético, sino también pragmático: no hay desarrollo económico posible sin un clima y un ambiente sano; no hay seguridad pública si las necesidades básicas de las personas no logran estar cubiertas, y no hay vida sin las condiciones ambientales mínimas que la permitan.

El enorme vacío en esta materia en el debate eleccionario actual nos devela lo capturada que está la agenda por los grupos económicos y la presión que estos ejercen en el debate público; y también nos alerta sobre lo complejos que pueden ser los próximos años: no entender que esta también es una urgencia es entregar el destino de nuestro país (con sus ciudadanos y, evidentemente, su economía) al mejor postor. Algo tiene que cambiar.

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