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El visionario

Durante tres décadas, Glenn Lowry no solo dirigió el MoMA: orquestó una revolución silenciosa que hoy comienza a cerrar su ciclo. Fue arquitecto de un nuevo lenguaje curatorial, cartógrafo de las ideas contemporáneas, alquimista de cruces improbables entre disciplinas, geografías y relatos. No heredó una tradición: la desarmó y la volvió a construir, pieza a pieza, con una mirada radicalmente contemporánea.

Desde su llegada en 1195 a la dirección del Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA), Lowry ha sido más que el timonel de una de las instituciones más influyentes del mundo. Entendió que el arte moderno no podía seguir siendo un objeto encerrado entre muros blancos, sino un campo vivo de tensiones, preguntas y posibilidades. Comprendió —antes que muchos— que el museo del siglo XXI debía dejar de ser mausoleo y comenzar a ser foro: un espacio de encuentro, un lugar de incomodidad productiva, un territorio donde los bordes entre disciplinas no solo se desdibujan, sino que se funden para dar lugar a nuevas formas de pensamiento. Bajo su liderazgo, el MoMA se abrió —literal y simbólicamente— al mundo.

La arquitectura y el diseño, que alguna vez ocuparon un lugar periférico dentro de los relatos del arte moderno, pasaron a ser protagonistas de las preguntas más urgentes del presente: ¿Cómo habitamos la ciudad? ¿Cómo se relaciona el diseño con la ética? ¿Qué cuerpos son visibles en el espacio público?

Exhibiciones como Uneven growth, Reconstructions: architecture and blackness in America, Rising currents o, recientemente, Emerging ecologies: architecture and the rise of environmentalism fueron hitos que marcaron una nueva forma de entender la arquitectura no como técnica o estética, sino como política, ética, historia y visión de futuro. Glenn Lowry, a través de los curadores del museo, no solo incorporó estos temas: les dio centralidad. Supo que la arquitectura también es lenguaje, que el diseño también puede denunciar, y que las exposiciones también pueden ser actos de resistencia. Ese fue quizás uno de sus gestos más revolucionarios: devolverle al arte su capacidad de hablar no solo del mundo, sino al mundo.

Y como todo gran visionario, no solo pensó el contenido: también transformó la forma. Supervisó dos de las renovaciones más ambiciosas del MoMA: primero la ampliación de Yoshio Taniguchi (2004), y luego la expansión de 2019, a cargo de la oficina Diller Scofidio + Renfro, que no solo duplicó el espacio expositivo, sino que replanteó el modo mismo en que se debe exhibir el arte. El recorrido dejó de ser jerárquico, cronológico, eurocéntrico. Se volvió más fluido, más abierto, más interdisciplinar, más parecido al pensamiento contemporáneo.

Lowry convirtió al MoMA en un organismo vivo: expansivo, cuestionador, internacional. Dio lugar a lo efímero, a lo marginal, a lo urgente. Incorporó voces del sur global, desestabilizó las narrativas hegemónicas, desafió los límites del canon. En ese proceso, su legado se volvió, también, profundamente arquitectónico. Porque lo que construyó no fueron solo edificios o colecciones: construyó una nueva manera de mirar.

Y en esa mirada, Chile también encontró un lugar.

En 2010, Glenn Lowry se asoció con Constructo para desarrollar de forma conjunta y colaborativa el Young Architects Program en Chile. Una iniciativa que, durante más de quince años, se ha convertido en una plataforma clave para arquitectos emergentes chilenos. No solo les permitió construir su primera gran obra y reflexionar de manera experimental en el espacio público, sino también explorar nuevos enfoques para crear espacios sociales, al modo de un laboratorio urbano.

Pero su aporte no termina ahí. Esta colaboración, junto con la visita periódica a Chile de curadores del MoMA, ha permitido la adquisición de obras de artistas, diseñadores y arquitectos chilenos contemporáneos para exhibiciones y para la colección permanente del museo. Un gesto profundo en su significado: visibilizar una narrativa más amplia, más diversa, más latinoamericana. En un contexto internacional donde muchas veces el sur es mirado con exotismo o condescendencia, Lowry eligió mirar con interés genuino. Chile encontró en él un aliado silencioso.

Su impulso permitió que nombres como Cecilia Vicuña, Alejandro Aravena, Smiljan Radic, Pezo von Ellrichshausen, Izquierdo Lehmann, entre muchos otros, llegaran a los muros del MoMA no como curiosidades de la periferia, sino como voces necesarias del presente global. No fueron incluidos: fueron escuchados. Y esa voz es tal vez el núcleo más poderoso de su legado.

Glenn Lowry no ha transformado el arte desde la grandilocuencia, sino desde la constancia, la coherencia y la claridad de una visión que ha sabido leer los signos del tiempo. Su liderazgo es, al mismo tiempo, estratégico y poético. Su manera de habitar el museo ha sido una forma de pensar el mundo. Y su despedida este septiembre no es un cierre, sino una transformación. Como todo buen arquitecto del tiempo, Lowry se retira dejando que la obra hable por él.

He tenido el privilegio —y la fortuna inmensa— de trabajar más de quince años junto a Glenn. Compartir proyectos, visiones e ideas. Él, generoso como pocos, me invitó a formar parte del MoMA International Curatorial Institute in Modern and Contemporary Art. Y en este tiempo he aprendido de su experiencia, su agudeza, su visión estratégica, su capacidad de leer el arte como quien lee el mundo. Hoy, mientras su ciclo en el MoMA se cierra, su legado también queda abierto como una invitación. A mirar más allá del marco, a construir desde la diferencia, y a recordar —siempre— que el arte, si se lo permite, no solo refleja lo que somos: lo vuelve a imaginar. Lo reinventa

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