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Los tiempos del Congreso

El desafío no es legislar más rápido ni acumular más leyes, sino definir cuáles realmente importan. Gobernar no consiste en medir la política por su volumen, sino por su impacto. Porque cuando se confunde cantidad con calidad, la democracia se vuelve un sistema que produce mucho y transforma poco.

El gobierno de Gabriel Boric registra el menor número de leyes aprobadas desde 2006 y, al mismo tiempo, la mayor velocidad promedio en la tramitación de aquellas que logra aprobar. La paradoja es clara: más rapidez, menos resultados.

En el informe Mirada EK Julio 2025, levantamos que el Ejecutivo había presentado a esa fecha 274 proyectos y aprobado 133, con una tasa de éxito del 48,5%. Esto lo logró con un tiempo promedio de tramitación de 194 días, muy por bajo de los 427 que promedió Sebastián Piñera en su segundo mandato.

Cuando lo contrastamos con los gobiernos anteriores se ve una clara tendencia: Bachelet I presentó 391 mensajes y aprobó 297 (75,9%); Piñera I, 407 y 280 (68,7%); Bachelet II, 340 y 275 (80,8%); Piñera II, 324 y 201 (62%). En promedio, Boric presenta menos y aprueba menos, aunque sus tiempos de tramitación son considerablemente más breves. Para igualar la productividad legislativa de Piñera II necesitaría aprobar unas 68 leyes adicionales en su último año, una meta improbable en el contexto actual.

Si a esto se le suma que entre 2006 y 2025, se han ingresado más de 13.400 proyectos de ley —entre mensajes presidenciales y mociones parlamentarias—; sin embargo, solo una fracción logra ser promulgada. En la Cámara de Diputados, apenas el 7,1% de las mociones llega a convertirse en ley; en el Senado, un 10%. La democracia chilena produce muchos proyectos, pero concreta poco.

La tendencia revela algo más estructural: el poder Ejecutivo ha perdido protagonismo en la definición de la agenda legislativa. Mientras los gobiernos reducen el número de proyectos que envían al Congreso, los parlamentarios aumentan su iniciativa propia. Entre ambos, el sistema se vuelve más fragmentado, más reactivo y menos estratégico.

Esa fragmentación explica parte del fenómeno: cada actor legisla para su propio público. Las mociones parlamentarias buscan visibilidad, los mensajes presidenciales intentan mostrar gestión, y en ese tránsito el sentido común del sistema se diluye. La pregunta no es solo cuántas leyes se aprueban, sino quién está definiendo qué vale la pena discutir.

El informe muestra también que las reformas constitucionales, aunque frecuentes, se aprueban en baja proporción. Los periodos de mayor actividad coinciden con momentos de movilización social, lo que sugiere que el impulso transformador proviene más del entorno que de una estrategia planificada. En el actual gobierno, ninguna de estas reformas ha llegado a término.

La evidencia apunta a un patrón más profundo: la política chilena ha confundido movimiento con cambio. La obsesión por presentar proyectos de ley se ha vuelto un indicador vacío frente a la pregunta de fondo: ¿qué sentido tienen las discusiones si no logran modificar la realidad?

El desafío no es legislar más rápido ni acumular más leyes, sino definir cuáles realmente importan. Gobernar no consiste en medir la política por su volumen, sino por su impacto. Porque cuando se confunde cantidad con calidad, la democracia se vuelve un sistema que produce mucho y transforma poco.

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