En los últimos días, Carolina Tohá nos sorprendió con declaraciones en las que, tal vez sin quererlo, diagnostica a su propio sector con alergia ideológica frente a la policía, el orden público y el cumplimiento de la ley. Lo curioso es que esta crítica proviene de quien, hasta hace muy poco, formó parte de un gobierno de izquierda, no en un rol periférico, sino ocupando la cartera que concentraba la seguridad del país: el Ministerio del Interior.
Durante su gestión, la inseguridad en Chile no fue un tema menor ni un titular ocasional, sino que se convirtió en la preocupación principal de los ciudadanos. Las calles, que deberían ser espacios de convivencia civilizada, se transformaron en escenarios de miedo y violencia creciente, mientras la respuesta gubernamental carecía de la firmeza que la situación exigía. Es, al menos llamativo, que hoy Tohá critique la supuesta alergia de la izquierda a la autoridad, cuando su propia administración fue, paradójicamente, protagonista de esa misma indulgencia.
Peor aún, como ministra del Interior de aquel entonces fue actor clave de un episodio que, por sí solo, merece ser recordado: tildó de “ley de gatillo fácil” a la ley denominada Naín Retamal, que buscaba reforzar la seguridad y otorgar herramientas a las fuerzas del orden frente a la comisión de delitos graves. Aquella etiqueta fue más que un desatino: fue reflejo de una visión política que, bajo la máscara de la sensibilidad social, pretendía dejar a los ciudadanos expuestos a la criminalidad.
Ahora, con lo que algunos podrían llamar “amnesia selectiva”, Tohá observa la política de seguridad desde la tribuna de la crítica, denunciando alergias y complejos a los que, aparentemente, ella creía ser inmune cuando tenía bajo su responsabilidad la protección de los chilenos. Es como si el tiempo hubiera borrado de su memoria no solo los hechos, sino también su pertenencia a la izquierda a la que hoy atribuye todos estos supuestos males. La ironía, en este caso, no necesita de esfuerzo, se sirve sola.
Más allá de las inconsistencias personales, estas declaraciones son sintomáticas de un problema más amplio: la dificultad de ciertos sectores de la izquierda para asumir que la seguridad pública no es un capricho policial, sino un derecho ciudadano. La exigencia de control y orden no es sinónimo de represión indiscriminada, ni de desprecio por los derechos humanos; es, simplemente, el reconocimiento de que la convivencia requiere reglas claras y mecanismos efectivos para hacerlas cumplir. Ignorar esto es, como hemos visto, un lujo que los ciudadanos pagan caro.
Si algo nos deja este episodio es, quizás, una lección doble: por un lado, que la crítica política debe sustentarse en la coherencia y no en la conveniencia retórica; y, por otro, que la memoria histórica de quienes han tenido la responsabilidad de protegernos debería ser un poco más confiable. De lo contrario, nos arriesgamos a leer declaraciones que parecen ocurrir en un país paralelo, donde la seguridad no existe, pero las alergias a la autoridad sí.