Hoy Giorgio Jackson está en Europa, gozando del privilegio de alguien que pertenece a la elite y puede estudiar un posgrado. A sus 38 años puede decir que fue educado en un colegio particular privado, que estudió en la mejor universidad de su país y que fue funcionario público con sueldos millonarios, pese a un apenas mediocre desempeño.
Hoy hay niños que no pueden rendir el Simce, que no tienen útiles escolares, que no saben leer ni escribir, que estudian en containers, que sus salas son laboratorios de alquimia para bombos molotov.
¿Qué pasó?
Hubo un momento en que todo se torció. Fue durante el segundo gobierno de Michelle Bachelet, cuando un grupo de jóvenes políticos —todos amigos de Jackson y recién salidos de las marchas estudiantiles de 2011— se instaló en el Ministerio de Educación con la arrogancia mesiánica de quienes creen tener la fórmula definitiva para cambiar el país. Eran los nuevos iluminados, los autodenominados redentores de la educación chilena, y estaban convencidos de que la prioridad debía ser la educación superior. Y hacia allá se fueron los recursos. Millones y millones en gratuidad universitaria, incluso para quienes no la necesitaban.
El razonamiento era tan simple como conveniente: financiar a los estudiantes universitarios, es decir, financiarse a ellos mismos, a su propio grupo social, a sus pares. La ironía es grotesca: los mismos que en su mayoría venían de colegios particulares de excelencia, los mismos que tuvieron acceso a los mejores profesores y oportunidades, decidieron usar los fondos públicos para cubrir la educación de las familias como las suyas, mientras los niños más pobres de Chile seguían intentando aprender a leer en salas que se caen a pedazos.
Ese día comenzó a escribirse el certificado de defunción de la educación preescolar y escolar chilena. Desde entonces, los niños pasaron a ser los últimos de la fila. Porque cuando el Estado destina sus recursos a los que ya llegaron a la meta, lo que hace es rendirse frente al origen de la desigualdad. Lo que hace es abandonar a quienes más necesitan acompañamiento, estimulación temprana, un entorno digno para aprender. En el resto del mundo hay consenso total: los primeros años son decisivos. Pero en Chile, decidimos mirar hacia arriba, hacia las universidades, y dejar que la base se desmorone.
Cuando el daño ya estaba hecho y el camino de priorizar por sobre todas las cosas la educación superior era irreversible, los jóvenes operadores de Revolución Demócratica, cuales roedores, abandonaron el barco de Bachelet, justo también en el momento en el que comenzaba a hundirse por su crisis de popularidad.
Lo que vino después es sabido. Los liceos emblemáticos, que alguna vez fueron orgullo nacional, fábricas de movilidad social y mérito, hoy son ruinas ideológicas. Espacios tomados por grupos violentos que confunden protesta con destrucción, convicción con odio, política con vandalismo. No son excepciones. Son el reflejo más triste de una política pública desorientada, que privilegió la épica universitaria por sobre la urgencia infantil.
Y mientras tanto, los jardines infantiles sobreviven con lo justo. Los programas de estimulación temprana languidecen. Los profesores de básica deben enseñar lectura a niños que no saben sostener un lápiz. Los colegios públicos no tienen útiles, bibliotecas, ni psicólogos, ni calefacción. Pero las universidades gozan de gratuidad, incluso para hijos de familias acomodadas. ¿Cómo se explica eso? ¿Qué clase de justicia social es esa?
El despropósito continúa. Este gobierno —integrado por muchos de aquellos jóvenes de ayer— se negó a impulsar la sala cuna universal solo porque el proyecto había nacido en la administración de Sebastián Piñera. Prefirió castigar a las madres trabajadoras antes que reconocer un mérito ajeno. Hoy, ese mismo gobierno es incapaz de entregar útiles escolares a tiempo. Quiso suspender el Simce para no enfrentarse a sus propios fracasos, y cuando intenta aplicarlo, los examinadores simplemente no llegan. ¿Quién paga el precio? Los niños, siempre los niños.
Los datos son brutales: los niveles de lectoescritura son alarmantes. Miles de niños terminan segundo básico sin poder leer una frase completa. Las brechas se amplían, los aprendizajes se diluyen, y el futuro se achica. Pero a nadie parece importarle demasiado. Se habla de inclusión, de paridad, de enfoque de género y de derechos, mientras los derechos más básicos —aprender, leer, comprender— se pierden entre la burocracia, el discurso vacío y la desidia.
Y por si no bastara con el abandono educativo, está la violencia. En 2023 fueron asesinados 66 menores de edad en Chile. En 2024, la cifra subió a 76. Seis niños asesinados al mes. Ni siquiera la infancia se salva del deterioro general. Y el gobierno, ocupado en sus pugnas internas y en su batalla comunicacional, apenas reacciona.
El país que alguna vez se enorgulleció de sus liceos públicos, de su escuela republicana, hoy parece resignado a criar generaciones de niños sin futuro. Los de la elite seguirán en sus colegios privados y universidades gratuitas. Los demás, los de siempre, quedarán fuera. La brecha no se cierra, se institucionaliza.
En Chile, los niños son los últimos. No porque falten diagnósticos, sino porque sobra cinismo. Porque la política frenteamplista se volvió un espejo narcisista donde cada cual busca reflejarse a sí mismo antes que mirar a los demás. Porque la infancia no vota, no marcha, no tuitea. Porque los niños no sirven para las fotos, salvo cuando hay que inaugurar algo o conmemorar un día más en el calendario.
Y así seguimos. Con discursos de equidad, pero sin salas cuna. Con ministerios llenos de jóvenes doctos, pero sin niños que sepan leer. Con un gobierno que decidió —con todas sus letras— que los niños vayan últimos.