En las conversaciones, chistes y anécdotas que tienen el biógrafo de Trump, Michael Wolff, y la presentadora británica Joanna Coles siempre aparece algo inesperado desconcertante, que si no fuera tan real, sería chistoso. Ambos hacen Inside Trump’s Head, un podcast de la revista The Daily Beast que se centra en dilucidar dos veces a la semana el misterio más inquietante del mundo actual: cómo funciona la cabeza del presidente de Estados Unidos.
La tesis de Wolff, que ya ha escrito cuatro libros sobre su figura y lo ha entrevistado cientos de veces, es que Trump es la persona más impredecible que le tocado conocer en su vida. Intentar adelantarse a lo que pueda opinar o decidir sobre cualquier tema siempre es una apuesta, lo que es particularmente demandante cuando se trata de la persona que dirige los destinos de buena parte del mundo occidental.
Hace pocos capítulos, Wolff recordaba que cuando estaba inmerso en la investigación para su libro Fire and Fury se sentó con Sam Nunberg, el primer asesor político de Trump, un hombre al que en su momento todos llamaban el “susurrador en el oído” del presidente. Wolff estaba esbozando sus teorías, tratando de descifrar el enigma de su personalidad con el analista, hasta que llegó una pausa, un silencio casi de hastío de parte de Nunberg, quien lo miró y le dijo: “No lo entiendes, ¿verdad?”.
¿Qué cosa?
-El tipo es un idiota.
Por supuesto, Nunberg no lo decía en el sentido coloquial, sino que en el sentido más clásico. Se refería a alguien que no sabe nada, que no escucha a nadie, que zigzaguea de una posición a otra sin brújula ni la menor preocupación por la coherencia. En ese momento, como lo relataba Wolff en su podcast, todo se volvió claro: lo que hemos estado presenciando en Washington no es una estrategia política. Es la instalación de una personalidad tan profundamente desconectada de la realidad y la autoconciencia, que desafía los supuestos sobre los cuales descansa no solo cualquier gobierno democrático, sino que los elementos más esenciales del sentido común.
Wolff es de la idea de que para entender hay que dejar de lado los ultrajes y las bravuconadas que emite con regularidad, o el caos que tiene en su gabinete. Hay que considerar, en cambio, lo que reportan consistentemente quienes han trabajado cerca de él. Y en lo que esas personas coinciden es en que se trata de un hombre motivado no por principios, sino por un caleidoscopio de compulsiones psicológicas que serían fascinantes en una estrella de realities, pero que son aterradoras en un presidente. A saber:
1. Adicción al poder
Donald Trump está intoxicado de poder. Según Anthony Scaramucci, quien sirvió en su órbita durante nueve meses antes de su infame gestión de once días como director de comunicaciones, Trump fumó “el crack del poder” en su primer gobierno y desde ahí no lo puede dejar. Esto, que podría decirse de cientos de figuras políticas en el mundo, en el caso de Trump toma una dimensión más desconcertante porque el poder le permite ejercer su hobby más querido: intimidar a sus enemigos y someterlos. Verlos caer le causa placer, y si caen fácil, genuina satisfacción.
2. Pegar y después pensar
Trump es un “pugilista” que se deleita con el conflicto, viéndolo como una oportunidad personal. Él ve la dominancia como el tema fundamental: lo que le importa en todo intercambio es saber cuál de las dos partes es la más fuerte. Como eso no siempre es fácil de saber, su política es pegar primero porque con el
tiempo ha descubierto que, al menos en política, la mayoría de los oponentes se acobardan con rapidez. Como dice habitualmente Wolff, Trump es un ser “fundamentalmente no racional,” y eso le da una ventaja en todas las peleas que da ya que está dispuesto a ir más allá de lo que harían las personas razonables.
3. No es aceptable un no por respuesta
La mecánica circular se ha repetido varias veces en los últimos meses: Trump emite un decreto (por ejemplo, subir todos los aranceles del mundo en un 50%). Profesionales experimentados le explican por qué es ilegal, inviable o peligroso hacer lo que quiere hacer. Trump insiste de todas formas, y se hace. Pero quienes se resistieron luego son purgados. Y quienes no dijeron nada permanecen, aprenden a asentir y esperar que las circunstancias intervengan antes de la implementación. Entendido de esta manera, el suyo es un gobierno tomado como rehén no por una ideología específica sino por la necesidad de un hombre de demostrar dominio.
4. No hay que saber nada para ser experto
Relacionado a lo anterior, una compulsión recurrente del presidente es siempre declararse como la autoridad máxima en cualquier tema, sea el que sea. Todos lo vimos cuando durante una reciente conferencia de prensa disertó sobre vacunas y su teoría de que el paracetamol causaba autismo. No podía recordar qué significaba MMR —”paperas, sarampión, lo que sea”— pero habló con absoluta certeza sobre ciencia médica compleja.
Lo que está detrás de esta actitud, según quienes lo conocen, es que Trump resiente a los verdaderos expertos, y se siente en el deber de superarlos. Mientras menos sabe, más enfático se vuelve.
5. Las apariencias no engañan
Para Trump, todo es exterior. Nunca habla de sentimientos personales y es incapaz de responder personalmente a eventos traumáticos, tal y como se hizo evidente cuando la prensa se acercó a preguntarle sobre sus sentimientos ante la muerte de Charlie Kirk, y en lugar de expresar dolor o empatía, inmediatamente pasó a hablar a los periodistas de lo que realmente le importaba: la construcción de un salón de baile en los terrenos de la Casa Blanca. La obsesión de Trump con las apariencias revela
algo esencial sobre su psicología. Es vanidoso (jura que las largas corbatas rojas lo hacen ver más delgado en las fotos), pero no en el sentido convencional, sino en uno más profundo. La estética debe coincidir con una visión de los años 50 del poder y la masculinidad. Porque lo que importa es el teatro, la demostración de dominio, la confirmación visual de la autoridad.
La gobernanza como casting se extiende a sus siempre blondas voceras y asistentes, todas ex participantes en concursos de belleza. A esto se suma de que en lo cotidiano tiene una necesidad enfermiza de ser siempre “el tipo más alto de la sala”, sea una reunión o una fotografía de un evento político. Quienes lo conocen dicen que esto explica la gran incomodidad que le causaba el ex director de FBI James Comey (que mide poco más de dos metros de altura), hasta el punto de que era necesario coreografiar las reuniones que tenían juntos para que Comey siempre estuviera sentado cuando Trump llegaba a una reunión con él.
Novela o personaje
Todos estos factores solo agrandan la idea de que los momentos inciertos que vive el mundo desde el año pasado difícilmente disminuyan. Trump produce repulsión y fascinación por partes iguales. Cuando pensábamos que ya no era posible llevar más lejos un descriterio, una falta de respeto o una insensibilidad, al día siguiente aparece con algo que multiplica la apuesta por diez.
De hecho, la marcha hacia la oscuridad no se ha ralentizado; al revés, se está acelerando. Cada día trae nueva evidencia de que Estados Unidos está siendo gobernado no por una agenda política, por equivocada que sea, sino por las compulsiones sicológicas de un hombre cuya relación primaria es con su propio reflejo, cuya pericia es enteramente performática, cuya crueldad es tan casual como calculada.
Si por un momento pudiéramos ver desde afuera esta situación (de ser posible, ¿desde donde sería, desde Marte?) lo cierto es que su constante voluntad disruptiva ha terminado por construir la realidad mundial como una novela en la que no dejan de ocurrir eventos inesperados, de las más diversas magnitudes. Y no hay tiempo de evaluar porque muy luego hay otro tema por el cual indignarse o discutir. Este carril incesante de puntos de giro e impactos en el rostro que nos dejan colgados para próximo capitulo, han probado ser muy efectivos en anular el análisis metódico de la realidad: simplemente cuando llega es demasiado tarde porque ya estamos hablando de lo otro.
Donald Trump merecía pues el Nobel, pero no el de la Paz sino que el de Literatura. Y no como escritor sino como el protagonista de una novela en la que todos nos vamos al infierno.