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¿Atorrantes?

La molestia de fondo es legítima: existe la percepción, y con suficientes ejemplos para sostenerla, de un Estado capturado por operadores, activistas, amigos de, y compañeros de militancia, cuyo principal mérito para asumir funciones públicas fue haber agitado una bandera, gritado en una marcha.

Esta semana volvimos a enredarnos en una pelea de palabras. Desde el comando de Evelyn Matthei se calificó de “atorrantes” a quienes hoy están en el gobierno. Antes, desde el de José Antonio Kast, su usó el de “parásitos”. Y probablemente la próxima semana tendremos un nuevo término que incendie las redes y desvíe el debate. Pero seamos honestos: más allá de si la palabra es dura, elegante o políticamente correcta, lo que importa no es la forma, sino el fondo. Este gobierno está lleno, como nunca antes, de personas cuya presencia en cargos de alta responsabilidad nadie entiende, que no tienen méritos, ni experiencia, ni trayectoria que justifique el sueldo que reciben. Funcionarios que, si tuvieran que sobrevivir en el mundo privado, difícilmente obtendrían un puesto medianamente similar al que hoy ostentan en el Estado.

Porque una cosa es pedir respeto en el debate —y claro, ojalá así fuera—, pero otra muy distinta es pretender que lo que indigna es la palabra “atorrantes” y no a lo que esa palabra intenta describir. La molestia de fondo es legítima: existe la percepción, y con suficientes ejemplos para sostenerla, de un Estado capturado por operadores, activistas, amigos de, y compañeros de militancia, cuyo principal mérito para asumir funciones públicas fue haber agitado una bandera, gritado en una marcha, saltado un torniquete, avivado un “El que baila pasa”, tuiteado con convicción, desacreditado a Carabineros o tener el contacto telefónico correcto.

Ejemplos sobran. El más reciente, y dan ganas de llorar, es el del Instituto Nacional de la Juventud. ¿Cómo se explica que el 75% de su presupuesto se vaya en sueldos de funcionarios? ¿Qué lógica tiene que tres cuartas partes de los recursos de un organismo que supuestamente promueve políticas juveniles se destinen, básicamente, a pagar remuneraciones? A menos que estemos frente a un equipo de ingenieros de la NASA, es evidente que el INJUV dejó hace mucho de ser un instrumento de apoyo a los jóvenes para transformarse en una agencia de empleos para activistas políticos.

¿Otro ejemplo? No hay duda alguna que la seguridad es el tema de mayor preocupación en el país, incluso para la izquierda, que antes la despreciaba. Para avanzar en su siempre difícil control entró en funcionamiento el Ministerio de Seguridad Pública. Una nueva institucionalidad que, se supone, tiene como principal misión intentar poner atajo a la delincuencia, narcotráfico y crimen organizado. ¿Qué hizo el gobierno? Rodeó al ministro de “asesores” cuya principal credencial es la que exhiben con su ficha de militancia política. De conocimiento técnico del tema, cero. Y claro, con remuneraciones nórdicas.

La prueba más clara de una enfermedad que hace rato avanza sin freno: la captura del Estado por quienes lo entienden no como una vocación pública, sino como un botín personal.

Y ese es justamente el punto que el gobierno evita enfrentar. Aquí no hablamos de uno o dos casos aislados, de torpezas, o de una mala contratación. Hablamos de una forma de entender el poder: “si ganamos, ponemos a los nuestros”. Así, el Estado se llena de personas sin competencias técnicas, sin experiencia relevante y, peor aún, sin la mínima comprensión de que administrar recursos públicos exige seriedad, rigor y responsabilidad. Lo que está en juego no es un adjetivo desafortunado, sino la calidad del servicio público y, con ello, la vida diaria de millones de chilenos.

Porque cuando quienes toman decisiones no saben lo que hacen, no tienen preparación, ni tienen incentivos para gestionar bien, los que pagan el costo son los ciudadanos. Así es como nos llenamos de presupuestos a los que no les cuadran los números, de cálculos que hacen que las personas paguen más por la luz, de hospitales que no pueden atender, de vacunas que se echan a perder, de estudiantes sin útiles escolares, de licencias médicas falsas, de fundaciones fantasma, es decir, terminamos rodeados de servicios ineficientes, con proyectos improvisados, con ministerios paralizados y con políticas públicas hechas al lote.

O sea, un Estado pesado, lento, ideologizado y caro. Un Estado que gasta mucho en salarios y muy poco en soluciones. Un Estado que en vez de servir, se sirve a sí mismo o mejor dicho, a los mismos.

Por eso, la discusión no puede quedar atrapada en si el término fue excesivo. Claro que un debate público civilizado ayuda. Nadie está pidiendo que se insulten entre autoridades. Pero tampoco sirve esta hipocresía moral en que se fingen ofensas para no enfrentar la verdad. Si a alguien le molesta el término “atorrantes”, que proponga otro: incompetentes, improvisados, amateurs, incapaces, operadores… El diccionario es amplio. Lo esencial no cambia: hay demasiada gente ocupando cargos para los que no está capacitada.

Chile no necesita más hashtags por la palabra de moda. Necesita un acuerdo básico de higiene democrática. Que el Estado se administre con mérito, preparación, profesionalismo y respeto al dinero de todos. Si eso no ocurre, la indignación ciudadana seguirá creciendo, y vendrán más adjetivos, más polémicas y más rabia acumulada.

Así que sí, discutamos sobre las formas. Pero primero, tengamos la honestidad de enfrentar el fondo. Porque si el diagnóstico es cierto, entonces el problema no es que alguien los llame “atorrantes”. El problema es que, tristemente, hay demasiados que están haciendo méritos para ganarse el título.

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