Estos últimos meses se ha hecho más evidente que nunca la particularidad de los tiempos actuales, esos en donde cada uno parece estar encerrado en su propia burbuja, protegiendo su verdad, defendiendo su postura y construyendo muros invisibles hacia el resto. La polarización política nos divide, las redes sociales alimentan nuestros sesgos y la contingencia diaria nos golpea con una fuerza que, a veces, nos hace olvidar que no estamos solos en el mundo.
Frente a esa vorágine mantengo una convicción que me sostiene: el futuro no se escribe de manera individual, sino colectivamente. Y no lo digo desde la ingenuidad, sino desde la experiencia de haber construido junto a otros; de haberme equivocado sola, sí, pero también de haber logrado cosas que jamás hubiera imaginado cuando decidí rodearme de las personas correctas.
En mi libro hablo de un concepto que me fascina: la colaboración extrema. Se lo escuché por primera vez al empresario Felipe Contreras Haye, y con el tiempo entendí su profundidad. La colaboración extrema no se trata simplemente de “trabajar juntos” o “hacer networking”. Es una forma de pensar y actuar que desafía la lógica de la competencia tradicional. Supone construir desde la confianza, compartir conocimiento, ceder el control y entender que el éxito personal solo tiene sentido cuando impulsa también el éxito de otros.
Es una práctica exigente, porque requiere abrirse genuinamente, reconocer los propios límites y dejar entrar otras miradas. Pero también, a mi juicio, es la única vía real para resolver los grandes desafíos que tenemos por delante: la sostenibilidad, la igualdad, la educación, la innovación o la cohesión social. Ninguna de esas transformaciones ocurrirá desde la soledad de un escritorio. O las hacemos juntos, o simplemente no ocurrirán.
En esta nueva era digital gana quien logra que más personas, organizaciones y países crezcan juntos. Ya no triunfa el que saca a todos del camino, sino el que construye puentes, comparte lo que sabe y teje redes en lugar de levantar muros.
Aunque el contexto actual nos empuja hacia el individualismo y a la idea de que cada uno cree que su forma de ver el mundo es la única válida, el resultado es un país fragmentado, comunidades rotas, organizaciones donde la gente trabaja en paralelo, pero no junta. Y lo más triste es pensar en cuántos
sueños se apagan porque nos da miedo compartirlos, porque creemos que al hacerlo perderemos algo.
El desafío al que apunto para cambiar esto es imaginar juntos para multiplicar las posibilidades. Cuando trabajamos con otros ampliamos las opciones, porque cada persona trae una mirada distinta, una experiencia única, un talento que complementa lo que nos falta. En esa mezcla y cruce de mundos es donde nacen las ideas más potentes. Y es justamente esa convicción, la de que ningún cambio profundo ocurre en solitario, la que dio origen hace pocos días a ColaboraX, una iniciativa nacional impulsada por el propio Felipe Contreras Haye y Gulliver Chile, con apoyo de Corfo, que busca reconocer, visibilizar y conectar proyectos de colaboración entre empresas, organizaciones sociales, universidades y comunidades de todo el país.
ColaboraX es, en el fondo, la materialización de esta idea: una convocatoria abierta a todos los que creen que los grandes desafíos de Chile no se resuelven compitiendo, sino colaborando. El concurso invita a postular iniciativas reales de colaboración intersectorial —esas en las que la confianza reemplaza al ego y el propósito compartido supera las diferencias— para demostrar que el cambio es posible cuando dejamos de pensar en silos y empezamos a construir en red.
Ver cómo surgen espacios como ColaboraX me hace creer que la colaboración extrema no es sólo una aspiración, sino un movimiento en marcha. Porque el futuro como obra colectiva es una decisión. Y la buena noticia es ésta: todavía estamos a tiempo de tomarla juntos.