El Crédito con Aval del Estado o CAE, prometía democratización de la educación superior y movilidad social con un costo conocido de antemano. Sin embargo, esa promesa resultó ser en la realidad, una carrera de obstáculos financiera para miles de jóvenes. Si bien es cierto que, la matrícula universitaria creció más de un 80% entre los años 2005 y 2016; la promesa de este financiamiento rápidamente se volvió un callejón sin salida para demasiados graduados.
Gran parte de quienes financiaron sus estudios con el CAE, terminaron presentando una alta morosidad (más del 50%), y/o una situación de sobreendeudamiento derivada en parte de la diferencia entre el arancel referencial financiado por este crédito y el arancel efectivamente cobrado por las instituciones. El Estado, en su rol de aval omnipresente, tiene que pagar a los bancos más de 800 millones de dólares al año, en un modelo que, lejos de mejorar la calidad de la educación, habilitó la proliferación de universidades y centros de estudio de baja acreditación.
En resumidas cuentas, el financiamiento masivo del Crédito con Aval del Estado, no garantizó el acceso a la educación superior de calidad (ni era éste uno de sus objetivos) sino que fomentó una peligrosa cultura del incumplimiento, agudizada por el ciclo de condonaciones o promesas políticas de condonación que convirtieron la deuda de los estudiantes en una apuesta a la espera del perdón legal.
El FES, el flamante Fondo para la Educación Superior con que el Gobierno aspira a reemplazar al CAE, tampoco soluciona el tema de la baja calidad de los programas. Sin embargo, el FES, introduce como eje el elemento de “solidaridad”: estudia ahora y paga después en función de tus ingresos futuros. A diferencia del CAE, el FES, solo cobrará un copago a los estudiantes que se ubiquen en el decil más alto. A primera vista, este mecanismo reduce el riesgo de endeudamiento crónico para la mayoría de los estudiantes, y ofrece un flujo de pagos promedio menor en los deciles bajos y medios. Sin embargo, para los egresados de altos ingresos, sobre todo en carreras rentables de determinadas universidades, el FES implicará una carga financiera muy superior, algo que se asemeja bastante a un impuesto específico lo que puede ser inconstitucional en Chile, donde la destinación tributaria con un fin concreto despierta más de una alarma jurídica y económica. El FES recae en la lógica de que los profesionales que más ganan subsidian la gratuidad de los que menos ganan. Sin embargo, si los primeros optan por no adherir al sistema, el mismo se desmorona por falta de equilibrio.
El modelo solidario alegado descansa en supuestos que carecen de suficiente evidencia técnica y financiera. Y lo que es más grave, tampoco resuelve el problema de fondo: el desfase entre el arancel real y el de referencia continúa, abriendo la puerta a nuevas brechas que los estudiantes deberán cubrir por fuera del sistema.
A modo de conclusión, la reforma al financiamiento de la educación superior en Chile se debate entre el populismo fiscal y el rigor técnico. Un debate serio y completo debiera abordar no solo quién paga, sino cómo y para qué. Mientras el CAE evidencia el costo político y fiscal del “estudia ahora, paga cuando puedas”, el FES desafía la coherencia tributaria y la viabilidad de la solidaridad en un país donde la ley y la equidad no siempre marchan juntas. La invitación final es a legislar con transparencia, cautela y sin olvidar que un sistema de financiamiento sostenible debe mirar más allá de la coyuntura y apostar por la calidad educativa, la verdadera deuda histórica de Chile.