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Chile en campaña permanente

Cada elección, por pequeña que sea, reordena los incentivos del Congreso y del Ejecutivo. Lo que antes era cálculo político hoy parece ser supervivencia.

Chile lleva años votando. Presidenciales, parlamentarias, constituyentes, plebiscitos de entrada y de salida, elecciones de consejeros, gobernadores, alcaldes y concejales. Pareciera que el país no respira entre urna y urna. Hemos entrado en un ciclo de campaña permanente, donde la política dejó de pensar en el largo plazo para sobrevivir al próximo domingo.

Esta dinámica no es inocua. Cada elección, por pequeña que sea, reordena los incentivos del Congreso y del Ejecutivo. Lo que antes era cálculo político hoy parece ser supervivencia. Votar un proyecto impopular o tomar una decisión técnica pero poco “electoral” se vuelve un lujo. La racionalidad legislativa se subordina al ciclo noticioso, al trending topic y, por supuesto, a la encuesta del fin de semana.

El resultado es un Congreso tensionado por el aplauso fácil y un Ejecutivo que administra con cautela extrema. La política se vuelve un reality con fecha de eliminación: todos compiten por la cámara y nadie por la coherencia.

La Ley de Presupuestos es un buen ejemplo de cómo este clima afecta la gestión pública. Este año, su discusión quedó en pausa durante dos semanas. No porque se hubiese agotado el debate técnico, sino que por prudencia electoral. La sala vacía y el reloj legislativo en pausa. Recién el lunes 17, una vez que las urnas se cierren, el Congreso retomará la conversación sobre el gasto público del próximo año y del nuevo Gobierno.

Y ahí está el riesgo. Cuando la política legisla con la vista puesta en la próxima elección, no en la próxima década, el espacio lo ocupan los proyectos populistas. Es más rentable proponer un bono o un perdonazo que revisar la eficiencia del gasto o discutir reformas estructurales. La política de los incentivos cortos termina por vaciar de contenido las instituciones.

La buena noticia es que, si todo sigue igual, el año 2026 marcaría un regreso a cierta “normalidad electoral”: un año sin elecciones. Una pausa que podría permitir pensar con menos ansiedad y más Estado. Junto con ser una oportunidad para revisar cómo el calendario electoral condiciona la deliberación pública.

Quizás, incluso, valdría la pena repensar los tiempos legislativos en años de elección. No tiene sentido discutir la ley de Presupuestos en medio de una campaña donde cada voto se mide en likes. Anticipar su tramitación, o establecer mecanismos que resguarden su discusión técnica, podría ayudar a blindar el corazón de la gestión fiscal de la histeria electoral.

Chile necesita volver a una política que respire. Que se atreva a mirar más allá de la próxima elección y menos al próximo titular. Porque mientras sigamos en campaña permanente, no habrá reforma estructural que sobreviva a la urgencia del aplauso.

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