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El espejismo electoral

El voto obligatorio reconstruyó la forma, pero no el fondo de la democracia chilena. Amplió la base de participación, pero no la de legitimidad social e institucional.

El próximo presidente (o presidenta) de Chile será el más votado desde el retorno de la democracia. Con voto obligatorio e inscripción automática la participación rondará los 13 millones de electores. Eso proyectará una sensación de gran fortaleza democrática… pero será engañosa: el sistema político chileno sigue enfrentando una crisis estructural de confianza.

La última encuesta del Centro de Estudios Públicos lo confirma. Solo el 3% confía en los partidos políticos, 8% en el Congreso Nacional y 15% en el Gobierno. Además, el 69% califica la situación política del país como mala o muy mala, y el 66% declara estar poco interesado en la elección presidencial. Son cifras que demuestran, claramente, la distancia estructural entre las instituciones y la ciudadanía.

El voto obligatorio reconstruyó la forma, pero no el fondo de la democracia chilena. Amplió la base de participación, pero no la de legitimidad social e institucional. Desde comienzos de siglo, la política ha diagnosticado mal el problema: primero culpó la burocracia que implicaba la inscripción voluntaria y el voto obligatorio; por ello se instauró el voto voluntario. Cuando eso fracasó se culpó a la apatía y hoy se confunde cumplimiento con legitimidad. Ninguna reforma enfrentó el fondo del asunto: la pérdida de confianza en la política como herramienta de gestión.

La crisis es institucional, no coyuntural. Su origen antecede, pero no excluye, al actual gobierno y se arrastra desde que la representación política comenzó a desvincularse de la vida cotidiana. Los partidos se convirtieron en operadores electorales, el Congreso en un escenario de bloqueo y el Ejecutivo en una administración sin narrativa. Lo que antes era desinterés se transformó en desconfianza persistente, un déficit que ningún resultado electoral puede revertir.

El péndulo chileno —esa alternancia entre izquierdas y derechas que cumple 16 años esta elección— ya no se mueve entre proyectos, sino entre frustraciones, lo que transforma cada elección en un ajuste de expectativas más que en una disputa de futuro. Por esto, las mayorías electorales se forman más por rechazo que por adhesión. Esta elección no será necesariamente una expresión de una identidad política, sino de votar contra algo o alguien. En ese contexto, el voto obligatorio amplifica la magnitud del resultado, pero no su densidad política.

Esa es la paradoja que enfrentará quien gane la elección: gobernar con un respaldo numérico inédito, pero con una base política mínima y un Congreso más bien fragmentado. Tal como le pasó a los presidentes Bachelet (II), Piñera (II) y Boric, que interpretaron sus resultados de segunda vuelta como un apoyo irrestricto a su programa o a su liderazgo, el próximo presidente estará tentado para cometer el mismo error.

La política chilena no está en riesgo por falta de votos, sino por exceso de distancia entre quienes votan y quienes gobiernan. Si el próximo gobierno no entiende esa diferencia y vuelve a leer la victoria como una señal de respaldo y no de agotamiento del sistema, el espejismo electoral se puede transformar rápidamente en su primera crisis.

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