Hay momentos en la política internacional que parecen pequeñas alertas de tensión, incidentes aislados destinados a disiparse entre tanta noticia. Pero de vez en cuando surge algo distinto: una fricción que, aun en su origen local, adquiere un peso específico capaz de inclinar la balanza peligrosamente. Eso es lo que está ocurriendo hoy entre Estados Unidos y Venezuela. Lo que comenzó como un pulso entre el regreso de Donald Trump al poder y la resistencia cada vez más desesperada de Nicolás Maduro se ha transformado en un conflicto que amenaza con alterar equilibrios globales que dábamos por estables.
La incautación de un petrolero venezolano por parte de fuerzas estadounidenses, los movimientos navales en el Caribe, las advertencias de Trump sobre extender acciones militares a Colombia y México, y la creciente apelación de Maduro a actores externos para blindar su legitimidad no son episodios sueltos: son la antesala de una escalada. Y lo inquietante no es solo lo que ocurre, sino lo que revela. Porque detrás de cada gesto hay una verdad más profunda: América Latina, por primera vez en décadas, vuelve a convertirse en un tablero estratégico para disputas entre potencias, con un nivel de imprevisibilidad que el mundo no está en condiciones de tolerar.
Venezuela, sumida en una crisis humanitaria que lleva más de diez años desbordándose hacia toda la región, enfrenta ahora una presión militar que se superpone a la crisis política interna. Pero reducir el conflicto a un combate entre un líder autoritario y un presidente estadounidense en busca de reafirmar poder sería un error de escala. La disputa está tocando fibras más sensibles: rutas energéticas globales, alianzas de seguridad hemisféricas, el rol de Rusia y China en un continente históricamente dominado por Washington, e incluso la fragilidad institucional de países vecinos que podrían verse arrastrados, por omisión o por geografía, a un escenario de polarización cada vez más extrema.
La dimensión simbólica no es menor. Mientras María Corina Machado recibe el Nobel de la Paz y denuncia la infiltración de actores extranjeros en territorio venezolano, Maduro se atrinchera en un discurso de resistencia antiimperialista que ya no apela a convencer a su propio pueblo, sino a enviar señales a sus socios geopolíticos. Ambos polos contribuyen, por caminos distintos, a endurecer la narrativa de confrontación. Y Trump, fiel a su estilo, no ha hecho más que avivar ese relato con advertencias que recuerdan a un tiempo que muchos en la región consideraban superado: la lógica de las intervenciones preventivas y de las fronteras convertidas en líneas de fuego.
Lo verdaderamente riesgoso de todo esto, es la normalización del uso táctico de la fuerza en zonas grises del derecho internacional, un precedente que puede ser replicado por otras potencias en otros continentes bajo la misma lógica de control de amenazas. En un mundo donde los equilibrios son frágiles y las economías están tensas, la posibilidad de que un incidente marítimo, una interceptación aérea o una declaración imprudente desencadene un efecto dominó no es remota: es estructural.
Lo que vemos hoy es un hemisferio que se acerca peligrosamente a un punto de inflexión. América Latina ha sido un territorio históricamente reacio a las guerras interestatales, pero no está inmunizada contra conflictos que se incuban en el borde de sus instituciones democráticas, en la volatilidad de sus mercados o en la desesperación de sus sociedades. Dejar que la disputa entre Trump y Maduro se lea solo como una pelea entre líderes caricaturizados es renunciar a comprender que estamos ante un conflicto que puede afectar flujos migratorios, precios energéticos, alianzas regionales e incluso la forma en que las democracias de la región conciben su seguridad.
Hay algo profundamente inquietante en constatar cómo tensiones que parecían encapsuladas en un país devastado por su propio autoritarismo adquieren un volumen global gracias a la ambición política de un presidente estadounidense y la disposición del régimen venezolano a jugar la carta geopolítica como salvavidas. Si este conflicto escala un paso más, no será solo un problema de Washington ni de Caracas: será un síntoma de un orden internacional que ya no es capaz de contener ni procesar sus propias fracturas.
Quizá en algunos años recordemos 2025 como un punto de quiebre, no por la magnitud inmediata de los hechos, sino porque reveló el verdadero tamaño de la fragilidad hemisférica. Y puede que entonces descubramos que lo que hoy vemos como un choque bilateral fue, en realidad, el primer aviso de un reordenamiento global mucho más profundo que aún no sabemos, o no queremos, dimensionar.