Expresar que “sin Allende no hay Pinochet” en Chile es un acto suicida. Basta pronunciar la frase para enfrentar, de inmediato, la imputación moral de justificar el golpe de Estado y su violación de los D.D.H.H. Pero es precisamente ese reflejo defensivo, tan instalado en cierta izquierda, lo que ha convertido una pregunta histórica legítima en un tabú político. Y los tabúes, si algo ha demostrado nuestra historia reciente, siempre terminan debilitando la democracia que dicen proteger.
No se trata de exculpar a golpistas ni de relativizar crímenes de lesa humanidad. Se trata de reconocer algo elemental: una sociedad democrática no puede darse el lujo de renunciar a entender su propio pasado, aunque duela. Y entender el pasado significa admitir la responsabilidad compartida por el clima de violencia política que precedió al 11 de septiembre. Responsabilidad que no anula la del otro ni menos la empata, pero sí obliga a reconocer que ningún quiebre institucional surge en el vacío.
Convertir esta afirmación en pecado mortal ha tenido y sigue teniendo efectos profundos que van mucho más allá de la disputa historiográfica.
En primer lugar, el tabú impide que la izquierda haga una autocrítica adulta lo que abre la puerta a nuevas violencias: si se afirma que todo quiebre institucional proviene del adversario político (la derecha, en este caso), entonces mi visión (de izquierda), queda simbólicamente liberada de examinar sus propias derivas. Ese razonamiento, tan cómodo como peligroso, fue la antesala de la indulgencia discursiva de muchos demócratas de izquierda frente a la violencia del estallido social.
En segundo lugar, negar partes de la historia deslegitima la alternancia del poder, pilar básico de toda democracia representativa. Si el adversario es siempre ilegítimo por definición, entonces el poder nunca cambia de manos sin trauma. Esa es, precisamente, la puerta trasera por la que entran los populismos.
Existe finalmente, un punto adicional que no puede seguir soslayándose: la crítica airada a frases de este tipo impide reconocer la estrecha relación entre el avance del neomarxismo y el crecimiento de derechas radicales en el mundo occidental. Los proyectos de transformación maximalista no solo polarizan, sino que fertilizan el terreno para que emerjan liderazgos conservadores duros, que se presentan como la única barrera frente al desorden, la inseguridad o la ingeniería social. Creer que Chile es una excepción es, simplemente, ingenuo y francamente, irresponsable.
En ese contexto, la izquierda democrática chilena ha perdido décadas discutiendo si el mercado es o no una máquina de opresión neoliberal; si el lucro debía ser aniquilado en lugar de comprendido como la ganancia legítima del emprendedor, grande o pequeño; si el crecimiento era sinónimo de chorreo; si el orden público era militarismo pinochetista. Esos clichés, repetidos como mantras identitarios, vaciaron de contenido la posibilidad de un progresismo serio, sostenible y democrático. Y, lo que es peor, privaron a generaciones completas de un lenguaje político capaz de describir el mundo real, ese que el ciudadano de a pie habita a diario cuando toma una micro para ir a trabajar y mejorar su estándar de vida.
Mientras el discurso académico denunció por décadas “estructura y hegemonía”, los chilenos necesitaban que alguien le dijera algo simple: que trabajar, crecer, invertir y vivir con seguridad son bienes públicos, no concesiones de un modelo espurio. Que la autoridad democrática no es autoritarismo. Que el orden no es fascismo. Que el mercado no es un monstruo, sino una herramienta imperfecta, pero indispensable. Y que la democracia se cuida siempre, mirando los errores propios antes que aniquilar al adversario de al frente.
Desdramatizar la frase “sin Allende no hay Pinochet” no es revisionismo ni negacionismo: es rehusar la infantilización moral de nuestra memoria histórica. Es admitir que los procesos políticos tienen causas múltiples, que las decisiones importan y que los liderazgos pueden guiar o incendiar a una nación.