Secciones
Opinión

No creo en el mejor disco del año

Dicho eso no pretendo evangelizar a nadie. No vengo a dictar cátedra ni a levantar un tótem. Simplemente me animo, en este momento del año tan dado a los balances, a hablar de un disco. No el disco. Mi disco. El que, sin avisar, fue compañía, refugio y espejo. En mi caso, ese viaje personal tuvo nombre propio: Twilight Override, de Jeff Tweedy.

No creo en el mejor disco del año. Ya no. Al menos no como una categoría universal, cerrada, definitiva. No creo que la música -esa experiencia íntima, movediza, a veces inexplicable- pueda resumirse en un podio, en una medalla de oro, en un consenso que pretenda ser empático cuando suele ser más bien ruidoso. La música no se impone: se encuentra. Y ese encuentro es siempre personal, privado, condicionado por la vida que uno está viviendo cuando una canción aparece.

Dicho eso no pretendo evangelizar a nadie. No vengo a dictar cátedra ni a levantar un tótem. Simplemente me animo, en este momento del año tan dado a los balances, a hablar de un disco. No el disco. Mi disco. El que, sin avisar, fue compañía, refugio y espejo. En mi caso, ese viaje personal tuvo nombre propio: Twilight Override, de Jeff Tweedy.

Tweedy no necesita demasiadas presentaciones, pero igual conviene detenerse un segundo. Es el hombre al frente de Wilco, una banda que ya vino dos veces a Chile y que, desde los años 90, ha construido una trayectoria tan influyente como silenciosa: discos que envejecen bien, decisiones artísticas que nunca buscaron el aplauso inmediato, y una relación casi artesanal con la canción. Como solista, Tweedy ha ido incluso más lejos: menos blindaje, menos ironía, más exposición emocional.

Twilight Override nace precisamente desde ahí. Tweedy ha contado que este disco surge como una respuesta consciente al ruido del presente, a la saturación informativa, emocional y política de estos años. Escribir canciones, para él, vuelve a ser un acto casi doméstico, cotidiano, una forma de ordenar el caos y resistir sin estridencias. No se trata de denunciar ni de pontificar, sino de seguir escribiendo cuando todo invita al silencio o al cinismo.

Y ahí aparece uno de los gestos más radicales del disco: su forma. Twilight Override es un álbum triple de 30 canciones, algo que, en la era del streaming, roza lo contracultural. No hay aquí cálculo algorítmico, ni preocupación por la duración ideal, ni ansiedad por el single inmediato. Publicar un disco así hoy no es nostalgia: es una decisión política y estética. Esto no se escucha apurado, esto no se resume, esto no se salta sin perder algo en el camino.

La extensión no es capricho. Es concepto. Tweedy parece decirnos que una vida no cabe en diez canciones. Que el estado emocional contemporáneo no se explica en un par de hits. Por eso el disco avanza como un recorrido, con climas que se suceden y se superponen: hay canciones mínimas, casi susurradas, de guitarra acústica y voz en primer plano; hay pasajes más luminosos, melódicos, donde asoma el pulso pop que siempre ha estado en su escritura; y también momentos más densos, reflexivos, donde la repetición y el tempo lento construyen una sensación de crepúsculo persistente.

El título no es casual. Twilight Override habla de ese momento ambiguo entre la luz y la sombra, entre el día que se apaga y la noche que todavía no cae del todo. Ese es el clima dominante del disco: no la oscuridad absoluta, pero tampoco la euforia. Un estado intermedio, adulto, donde conviven la duda, la memoria, el cansancio y una esperanza discreta, casi obstinada.

Las letras funcionan como pequeñas postales emocionales. Tweedy escribe sobre el paso del tiempo, la fragilidad física, la familia, la repetición de los días, la necesidad de seguir creando incluso cuando ya no hay nada que demostrar. Hay algo profundamente liberador en escuchar a un artista que no compite consigo mismo, que no intenta superar su obra anterior, sino simplemente decir algo verdadero hoy, aunque sea en voz baja.

Por eso muchos críticos han hablado de Twilight Override como un disco “definitivo”. No en el sentido de cierre, sino de síntesis. Como si todo lo que Tweedy ha sido -compositor, líder de banda, sobreviviente de sus propios excesos, observador atento del mundo- encontrara aquí una forma serena de convivencia. No es un disco urgente. Es necesario. Y, sobre todo, es un disco que confía en el oyente.

Escuchar Twilight Override es aceptar una invitación: la de habitar un disco más que consumirlo. No hay apuro. No hay promesa de impacto inmediato. Hay, en cambio, una recompensa lenta, que se activa con la repetición y con el contexto emocional de quien escucha. En mi caso, apareció en un año de balances personales, de preguntas abiertas, de silencios necesarios. De cambios. Y ahí el disco encontró su lugar.

Por eso desconfío de la lógica del “mejor del año”. Porque no contempla esto. Porque no mide los discos por lo que nos hacen, sino por lo que representan en abstracto. Y la música, al menos para mí, nunca ha sido un ejercicio abstracto. Siempre ha sido un diálogo íntimo entre una canción y un momento vital.

Este texto no busca convencer a nadie de nada. Solo dejar constancia de un encuentro. De un disco largo, humano, deliberadamente excesivo para los tiempos que corren, que se tomó el tiempo que necesitaba y me pidió el mismo a cambio. Y quizás esa sea la única forma honesta de hablar de música: no desde el ranking, sino desde el viaje personal.

Notas relacionadas








No creo en el mejor disco del año

No creo en el mejor disco del año

Dicho eso no pretendo evangelizar a nadie. No vengo a dictar cátedra ni a levantar un tótem. Simplemente me animo, en este momento del año tan dado a los balances, a hablar de un disco. No el disco. Mi disco. El que, sin avisar, fue compañía, refugio y espejo. En mi caso, ese viaje personal tuvo nombre propio: Twilight Override, de Jeff Tweedy.

Foto del Columnista Mauricio Jürgensen Mauricio Jürgensen