No podía ser de otra manera. El gobierno del presidente Boric está terminando tal como empezó y tal como lo transformó en costumbre en sus cuatro años: intentando pasar gato por liebre. Distanciado del sentido común, de la lógica y sólo pensando en el beneficio directo de los suyos, de su patota.
Bajo el pretexto amable —y mediáticamente útil— de cerrar un reajuste salarial para los funcionarios públicos, el Ministerio de Hacienda decidió colar, casi como letra chica, un cambio estructural de enorme alcance político y administrativo. No se trata del porcentaje del reajuste, equivalente a un 3,4%, cifra modesta y coherente con un Estado fiscalmente exhausto. El verdadero corazón del acuerdo está en otra parte: en el punto 14, ese que transforma una negociación salarial en un auténtico cerrojo institucional para el próximo gobierno.
Dicho sin rodeos: el Frente Amplio aprovechó el último respiro de su agonizante mandato para intentar blindar a cientos de miles de funcionarios públicos, rigidizando al extremo el régimen de contratas y dificultando —hasta lo impracticable— cualquier intento de reestructuración futura. Una maniobra clásica de quienes saben que se van, pero no quieren soltar el poder real. Porque el poder no siempre está en La Moneda; muchas veces está en la firma que tramita, en el funcionario que interpreta, en la burocracia que ejecuta o paraliza.
El acuerdo establece que la no renovación de contratas sólo podrá realizarse mediante un acto administrativo “fundado”, con hechos, fundamentos de derecho y criterios objetivos “acreditables”, descartando expresamente la referencia genérica a las necesidades del servicio. Es decir, se presume la mala fe del gobierno entrante y se judicializa —o “contraloriza”— cualquier decisión de gestión. A esto se suma una reinterpretación expansiva del principio de confianza legítima, permitiendo que funcionarios con apenas dos años continuos puedan reclamar por la no renovación de su designación, obligando a la Contraloría a pronunciarse salvo que exista una acción judicial paralela.
No estamos frente a un ajuste técnico. Estamos frente a un diseño político deliberado. Según estimaciones del economista David Bravo, este acuerdo rigidiza el estatus de contrata de casi 380 mil personas en el sector público. Para dimensionar el despropósito: hoy los funcionarios de planta —los históricamente inamovibles— en el Gobierno Central y municipalidades suman cerca de 245 mil. Con este acuerdo, el gobierno saliente agrega de un plumazo casi 380 mil más a esa categoría de hecho. Un Estado capturado por la inercia, no por el mérito.
La pregunta es inevitable: ¿con qué legitimidad un gobierno que se va, y que además ha fracasado estrepitosamente en su promesa de eficiencia, modernización y probidad, pretende hipotecar la capacidad de gestión del próximo? ¿Desde cuándo un reajuste salarial habilita una reforma encubierta al estatuto administrativo? La respuesta es evidente: cuando se gobierna como si el Estado fuera una ONG militante y no una institución al servicio de todos se actúa así.
Desde la ANEF, como era esperable, se niega el “amarre” y se habla de evitar la “discrecionalidad abusiva”. Argumentan que no quieren ser botín político y recuerdan los despidos de 2010. El problema es que confunden —convenientemente— dos planos distintos. Nadie discute que los despidos arbitrarios son reprochables. Lo que sí se discute es la pretensión de convertir la contrata en planta encubierta, sin concurso, sin evaluación de desempeño y sin responsabilidad fiscal. Combatir la arbitrariedad no exige petrificar el Estado; exige reglas claras, no trincheras ideológicas.
El silencio técnico de Hacienda y Dipres es tan elocuente como preocupante. No hay informe de impacto, no hay estimación de costos futuros, no hay análisis de cómo este acuerdo afecta la gestión pública, la flexibilidad presupuestaria o la responsabilidad del próximo Ejecutivo. Todo se reduce a una lógica simple: proteger a los propios hoy, aunque el país pague mañana.
Si José Antonio Kast —o cualquier otro presidente— quisiera reorganizar servicios, evaluar programas fallidos o simplemente alinear equipos con su mandato democrático, se encontrará con un Estado atrincherado, armado de recursos administrativos y jurídicos, diseñado no para servir al ciudadano, sino para resistir al adversario político. Eso no es neutralidad del Estado. Eso es colonización.
El Frente Amplio llegó prometiendo terminar con los abusos. Se va dejando uno nuevo, masivo y estructural. Llegó denunciando las “agencias de empleo” del pasado. Se va convertido en la más grande de todas.