Secciones
País

La ultraizquierda y el retorno al desierto de los mesías: la soledad del octubrista

En un Chile que giró hacia el miedo y el conservadurismo, la izquierda radical enfrenta su propia pasión. En esta crónica, Rafael Gumucio revisa cómo se encendió el furor moral del 18 de octubre hasta desembocar en un presente estéril entre derrotas políticas, símbolos en ruinas y un poder que, una vez alcanzado, terminó por apagar la rebeldía.

¿Qué queda del 18 de octubre, ese extraño momento en que la izquierda más radical conquistó el sentido común de esa clase media que siempre miró con desprecio? ¿Qué resta de esos días de furia en que toda suerte de profetas y tesistas de universidades públicas y privadas tuvieron razón por un rato? Gustavo Gatica, el joven estudiante que perdió los ojos en las revueltas de la primavera del 2019, quiso ser candidato a diputado. El Frente Amplio no aceptó postularlo porque ser víctima no le pareció un argumento suficiente. La candidata natural del sector que se entusiasmó con el 18 de octubre, Jeannette Jara, intenta hoy por todos los medios convencer al mundo que es integralmente socialdemócrata, que si se asomó a la plaza fue por algún error o tropiezo del destino. La misma Plaza Italia, o Dignidad, cubierta de paneles, rejas, bulldozers, está en eterno estado de reconstrucción, sus semáforos cubiertos en plástico, desnudo el plinto de la estatua de Baquedano que se supone volverá a su lugar aunque rodeado de una especie de cartel lumino so que intenta ser un homenaje a Gabriela Mistral.

El tono del debate, el nombre de los candidatos, sus propuestas, la plaza en reconstrucción hace imposible pensar que hace solo seis años las banderas mapuches sobrevolaban la plaza solo acompañadas por la bandera chilena sin color, negra entera, en señal de absoluto desprecio por todo lo patrio, lo nacional, lo chileno.

Menos parece posible que hace 4 años se sometiera a la votación de los chilenos una Constitución que ponía en duda casi todos los fundamentos de la chilenidad y ofreciera una historia y un destino completamente otro al que la derecha y la izquierda habían hasta entonces discutido acaloradamente. Pero si se mira bien este Chile de hoy, asustado e hiperconservador, esta Plaza Italia en eterna transformación es perfecta hija de los cuestionamientos y violencias anteriores. Las orgías de la ultra izquierda, se sabe, las goza la derecha. Lo sabía mejor que nadie Lenin que llamaba al izquierdismo la enfermedad infantil del comunismo. Los comunistas chilenos de la época de la Unidad Popular lo confirmaron: sin el MIR no habría habido Chicago Boys. Despertado de las ganas de cambiarlo todo, de modificar el país de raíz, nadie puede asegurar quién va a hacer ese cambio. La revolución es así, da vuelta sobre sí misma. Se revoluciona lo suficiente como para ser siempre su contraria.

Ese es, después de todo, el papel de la ultra izquierda: hacer visible hasta el vértigo las contradicciones de una sociedad que para ellos siempre debe cambiar. Sus líderes suelen estar viviendo procesos de cambio personal profundos, ya sean generacionales, de clase o geográficos. El MIR se explica en gran parte por el traslado de una elite de provincia a la capital. La injusticia, la pobreza, la desigualdad siempre están ahí, en un país como Chile a veces de manera acuciante, urgente, y nadie puede negar que esto le duele en el corazón a la ultra izquierda, pero no está en el centro de su cabeza. Lo que le interesa se puede resumir en el lema de Le Monde Diplomatique: “Otro mundo es posible”. Le importa lo otro, lo que no está, lo que no ha sido, pero también lo que nunca será. Por eso nadie debería sorprenderse de que Jadue lance cada cierto tiempo un misil para destruir la candidatura de Jeanette Jara. Esa candidatura es justamente una ofensa para la izquierda radical por su obsesión con lo “posible”.

En esto Jadue y Carmona coinciden. El octubrismo, feo adjetivo que contribuí a popularizar en su versión chilena, tuvo éxito justamente porque fue un movimiento moral más que político. Su odio intrínseco al poder fue lo que le permitió acumularlo lo suficiente para cambiar la agenda entera del país por muchos años. Inútil era explicarles que la violencia es también una manifestación de poder como es una muestra evidente de abuso; para la izquierda radical este sigue siendo solo una estética legítima, una forma de comunión.

El lenguaje cristiano no es azaroso. En las elecciones presidenciales de 1993 el Partido Comunista y sus aliados de la izquierda alternativa presentaron como candidato al padre Pizarro, un cura católico. En los ochenta uno de los voceros del MIR era el cura Rafael Maroto. En Colombia el cura Camilo Torres se fue al monte a combatir con el ELN. Curas fueron esenciales en la fundación de ETA en el País Vasco y el IRA en Irlanda. El cadáver del Che evoca inevitablemente al de Cristo. La radicalidad de un reino que no es de este mundo guía a quien no puede soportar las injusticias terrenales. La Iglesia le da a esa rebeldía informe cierta orientación institucional, cierta orgánica, cierta tradición que permite que la edad adulta no mate del todo el impulso de mejorar el mundo, de la enfermedad de ser solo este mundo.

Luis Emilio Recabarren no era católico pero siempre vivió como un profeta. Comenzó su vida política dentro del mundo de la república parlamentaria, como diputado del Partido Democrático. Pero luego le quitaron el puesto inventando que no sabía leer y escribir. Esto y la situación de los mineros del norte lo llevaron a radicalizar sus ideas y convertirse en marxista primero y en leninista después. ¿Lo fue del todo? Su suicidio de alguna manera abre su vida a una dimensión romántica y fatal, un descontento radical con el mundo, con ese mundo que le dio siempre al Partido Comunista. Es lo único que explica la alianza tardía de ese mismo Partido Comunista con las tesis insurreccionales del MIR y el MAPU Lautaro que siempre había combatido radicalmente. Bajo la dirección de Gladys Marín el partido rechazó cualquier noticia sobre la caída del muro de Berlín y la llegada de la Concertación al poder y se alió con quienes nunca esperó aliarse: los siloístas del Partido Humanista, ecologistas y movimientos de liberación homosexual.

Esta alianza entre un viejo partido lleno de orgánica y grupos siempre nuevos de personas alérgicas a recibir órdenes pero no a darlas, le permitió a la izquierda radical conseguir una penetración en el sistema político que solo había logrado brevemente en la UP, cuando el MIR fue su orilla izquierda. Los comunistas aprendieron el lenguaje de los movimientos sociales y estos tuvieron, gracias a él, a quien los escuchara en los gobiernos de la Nueva Mayoría. Aunque, como siempre sucede en la izquierda, muy luego le salió competencia en su orilla: los autónomos, el NAU, una nueva generación más ambiciosa y menos anclada en el dolor de la dictadura que se hizo eco del ansia de “otro mundo”. Jóvenes hijos de la Concertación que sin embargo adhirieron a los símbolos y mitos de la izquierda radical: desde el misticismo de los pueblos originarios hasta la adoración acrítica hacia los fusileros del FPMR.

Luego a la izquierda radical le sucedió lo peor que le puede suceder: ganó. El 18 de octubre no fue del todo su hijo, o no solo de ella, y muchos de los que marcharon y quemaron y aplaudieron no eran de izquierda y mucho menos radicales, pero fue su agenda, sus símbolos, su visión del mundo y de la historia de Chile, la que se impuso en la refriega. El plebiscito de entrada, la elección de constituyentes, el debate en la asamblea confirmó la preeminencia sin contrapeso de un grupo político que apenas conseguía hasta entonces llegar al cinco por ciento. Sobre todo confirmó la total preponderancia en el mundo intelectual y académico de quienes por principio hablan desde el “margen” o la “periferia”. También confirmó que estos, con poder, pueden comportarse con tanta prepotencia e incoherencia como los poderes de siempre.

El triunfo de la izquierda radical se interpretó como el triunfo de la izquierda, de todas las izquierdas, cuando era el triunfo del radicalismo. La extrema izquierda o la extrema derecha para el ciudadano son intercambiables mientras se sacia su sed de extremos, su odio a las medias verdades y las medias tintas. Parte de la izquierda radical de los 2010 se fue al gobierno, la otra revolotea cerca de él; su poder de alternativa, su estatus de rebeldes, quedó centralmente mermado por el ejercicio del gobierno. Su preeminencia en el ámbito académico o cultural siguió intacta, aunque con un aviso siempre presente sobre sus cabezas: el 4 de septiembre en que el resumen de todo su Chile soñado fue rechazado por una abofeteante mayoría.

El octubrista hoy está solo en un país que parecía haberlo comprendido todo. Le toca ahora esperar con comprensible miedo, que sean los otros, los contrarios, los que hagan la revolución que él no hizo. Y no la hizo cuando pudo, quizás porque en lo profundo no quería hacerla. Porque lo que quería era decir “existo”, estoy, hablo, canto, bailo en un país que me olvida, que me pasa por alto, que me desprecia, en un país que no me mira. El fuego tiene eso, ilumina, calienta las manos, reúne a los que no quema. Pero tiene un defecto esencial: se apaga.

Notas relacionadas








Vuélveme a querer

Vuélveme a querer

El extraño caso de Cristian Castro es, finalmente, el de un artista que perdió el centro, vagó por los bordes y regresó sin pedir permiso. No volvió a través de un hit nuevo ni de una estrategia de marketing: lo hizo mediante algo más simple y más raro -una autenticidad torpe, luminosa e irresistible, respaldada por una carrera que, vista desde hoy, nunca dejó de importar.

Foto del Columnista Mauricio Jürgensen Mauricio Jürgensen