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Carolina Montserrat Tohá Morales: el nombre del padre

De cerca, puede ser cálida, divertida, incluso desordenada. Pero esa soltura nunca amenaza su control. Le gusta el poder, aunque no se le note el goce.

carolina tohá
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Mi madre perdió a la suya a los ocho años. Ochenta y cuatro años después, sigue hablándome de eso como si acabara de ocurrir. Carolina Tohá perdió a su padre a la misma edad. Tal vez por eso nunca dejó de hablar con él. A los ocho, un padre es más que una sombra, pero menos que un mito. Justo esa franja. Seguía escribiéndose su historia personal cuando la Historia, con botas y listas negras, vino a arrancarle la página.

Desde entonces, su padre la habita. No como fantasma que asusta, sino como deber que organiza. Está en sus decisiones, en su militancia, en su biografía pública, incluso en su ritmo de trabajo, que a veces parece el de alguien que no descansa porque no se lo permite. Como él, fue ministra del Interior. Como él, persona de confianza de presidentes. Como él, alguien que no supo —o no quiso— decir que no. Y ese, quizás, ha sido su mayor problema. En política, decir que sí a todo —a todos— no es generosidad: es una forma más sofisticada de perderse.

Tohá no tiene rencor, pero sí una urgencia que inquieta. Un modo de estar siempre apurada, de resolver antes de escuchar. Eso la hace eficiente, pero también impaciente. Le encanta entender todo a la primera y detesta que le expliquen algo dos veces. En Chile, eso puede costar caro. Porque aquí el prestigio no nace de la claridad, sino de la duda bien administrada, de la reiteración solemne, de la ceremonia de no decir del todo.

De cerca, puede ser cálida, divertida, incluso desordenada. Pero esa soltura nunca amenaza su control. Le gusta el poder, aunque no se le note el goce. Está donde está porque no podía no estar. Me dicen que abandonó el vegetarianismo y volvió al charquicán con huevo, lo que en Chile es casi una forma de reconciliación nacional. Difícil ser presidenta sin comer empanadas, sin mascar chorizo en feria costumbrista, sin ensuciarse la boca con lo que el cargo impone.

Desde que apareció como figura frágil junto al dedo de Lagos —ese dedo que nombra y sentencia— quedó claro que era la más dotada de una generación poco audaz pero extremadamente resistente. Una generación de sobrevivientes que ocuparon todos los cargos del Estado sin saber bien si los querían o si les temían. A ella, sin embargo, no la seduce el aplauso, ni le asustan las pifias. A diferencia de sus colegas —que son mis colegas también—, a Tohá le gustan los problemas. Pero meterse en problemas no es lo mismo que resolverlos. Y eso es, con cierta razón, lo que se le reprocha. Su biografía es una lista de batallas, no necesariamente de victorias.

Una vez la vi salir de una fiesta sin excusas porque un carabinero estaba entre la vida y la muerte. Ni un suspiro, ni una copa más. No parecía hacer un sacrificio. Parecía volver a casa. El deber no es una carga: es su zona de confort. Su abrigo. Su máscara. Su identidad.

Cuando el Frente Amplio intentó jubilarla —con esa manía de matar padres ajenos para poder inventarse solos— ella se replegó con elegancia a estudiar urbanismo. No esperaba volver, pero volvió. Lo hizo cuando Izkia Siches —su contrario perfecto— no pudo con el cargo. Y volvió a volver, y volverá cien veces más, no tengo duda. No por ambición, ni siquiera por vocación, sino porque ese lugar —el del deber, el del Estado, el de la política— es el único donde no se siente en falta. El único donde no tiene que inventarse un padre: ya lo tiene, es ella misma.

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{title} Felipe Bianchi