
Conocí a Franco Parisi, como casi todos los periodistas radiales de mi época, como ese invitado que uno trae cuando nadie más quiere venir. Ese que habla economía “en fácil”. Uno que siempre sonríe, siempre tiene tiempo, siempre se ofrece con entusiasmo. Era, en esos tiempos, una versión un poco más sobria de Rafael Garay: el economista estrella de la clase media con ganas de pegarle el palo al gato.
Parisi sabía los trucos que los poderosos de siempre no querían que supieras. Pequeñas acrobacias contables, bancarias o bursátiles que podían hacerte pasar de ser parte de la triste clase media a la siempre esperanzada clase media emergente. El lenguaje que usaba no era el del tecnócrata de Hacienda, sino el del vendedor que conoce a su clientela: hablaba de “independizarse financieramente”, de “romper con la esclavitud del banco”, de “invertir en uno mismo”. Tenía algo de predicador y mucho de promotor inmobiliario.
Profesor de la Universidad de Chile, ex cadete y alumno del Instituto Nacional, fue junto a su hermano Antonio perfeccionando su acto: una mezcla de show motivacional y denuncia estructural. Mostraban con energía y sentido del show las fallas del sistema que, si sabías leerlas, podían convertirte en ganador. La promesa era siempre la misma: hacerte rico, ojalá sin trabajar o trabajando poco. Extrañamente, a pesar de la extrema seguridad con que predicaban sus recetas, y la falta de dudas con que nos aseguraban que eran infalibles, ninguno de los dos se hizo rico. No es que no lo intentaran: los variados negocios que probaron terminaron casi siempre en sombrías peleas entre socios, demandas cruzadas o quiebras discretas. Franco tenía una explicación para este persistente mal karma económico: su empeño en ser presidente de Chile hacía que los poderosos de siempre sabotearan cualquier emprendimiento que intentara, convirtiéndolo en escándalo.
Habrá que reconocerle que ese emprendimiento, el de querer ser presidente y representar a todos los que no son de izquierda ni de derecha sino todo lo contrario, ha sido constante en su vida. Lo ha llevado incluso hasta el improbable extremo de hacer campaña sin pisar el suelo nacional. Lo ha llevado a fundar partidos y programas de YouTube donde su sonrisa “franca” y su anglicismo reiterado vuelven a afirmar lo que parece ser su verdad central: que hay un secreto que los poderosos no nos cuentan, una fórmula oculta que podría volvernos a todos ricos si los ricos nos dejaran serlo.
En su primera campaña, Parisi entregaba su auto de alta gama como muestra de compromiso con el pueblo. Pero la imagen que seguía demostraba que él mismo —su ropa, su pelo, su forma de caminar— era un auto de alta gama. Un triunfador perfecto, un seductor nato que podría, en cualquier discoteca de mi época, llevarse a la chiquilla más linda. Y que, por un inexplicable propósito, había decidido entregarse a la política, ese terreno donde nadie es lindo, donde todo es triste, donde todo es, al final, rutinario. Me cuesta creer que en ese sacrificio haya algo totalmente desinteresado, pero sí hay, sin duda, un extraño tipo de pasión.
Parisi no ha cambiado: ni de estrategia, ni de personalidad, ni de ideología, que es básicamente la de un vendedor de autos. Pero el mundo sí ha cambiado, y lo ha hecho a su favor. Gobierna Argentina un expanelista económico que denunciaba a la “casta” y prometía hacer ricos a quienes lo escucharan. Un presidente que ha conseguido éxitos inesperados (a un costo que todavía tenemos que evaluar). Gobierna Estados Unidos un ex conductor de televisión que enseñaba a despedir empleados y a negociar con dureza, aunque su propia historia empresarial esté plagada de fracasos y bochornos. Gobierna El Salvador un hombre de soluciones simples, de apariencia cuidada, perfectamente diseñado para las redes sociales. Todos los que han despreciado a Parisi y miran en menos su candidatura parecen no ver que el mundo va en su dirección.
Es cierto, su éxito depende en gran parte del fracaso de todos los demás, de todos los “de siempre” (aunque lleven en política tanto como él), pero ese fracaso es algo que no podemos asegurar no sucederá. Parisi que nadie quiere tomar en serio sabe que, como dijo Nicanor Parra, la verdadera seriedad es cómica.