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Cuando el padre Osvaldo Fernández de Castro abrió las puertas ennegrecidas de la Parroquia de La Veracruz el 24 de marzo de 2024, no fue solo para dejar entrar a los fieles. Lo hizo para que entrara la ciudad. En un gesto que muchos llamaron valiente, otros apresurado y varios simplemente necesario, se devolvió a Santiago un lugar cargado de historia, fe, belleza y contradicción.

Reabrir la iglesia -aún herida, con sus cuadros calcinados y muros tiznados por el hollín del fuego que la arrasó en noviembre de 2019-fue, en sus palabras, “una forma de recuperar el corazón de la ciudad”.

Fue en el barrio Lastarria donde la rabia del estallido social de 2019, la desconfianza y pérdida de fe en las instituciones llevaron casi a las ruinas a la Veracruz, una de las cuatro iglesias del centro que fueron víctimas de la vandalización. “Esta iglesia no se quemó, fue quemada. Y eso no es menor”, advierte el sacerdote.

En medio de la madrugada del 11 de noviembre de ese año, cuando las protestas y las amenazas en el exterior amainaban, un operativo nocturno logró descolgar al imponente Cristo que hoy parece flotar suspendido sobre el altar. Junto a los santos y reliquias de la Santísima Cruz que dan nombre al templo, el gran crucifijo del siglo XVI se resguardó por años en La Catedral.

Fue apenas al día siguiente de ese salvataje cuando la iglesia entera ardió.

Cinco años después, el párroco se sienta bajo las llagas del Señor a meditar sobre los evangelios que se leen en cada misa. La despojada imagen del hijo de Dios se ilumina con los rayos de luz que refractan los altos vitrales y contrasta con las vigas calcinadas de la bóveda central. Los muros aún ennegrecidos y la pintura resquebrajada dejan al desnudo los adobes con que el templo se levantó en 1855. “No podemos simplemente pintarla de blanco y hacer como que nada pasó. El camino es otro. Parte por mostrar las heridas, por generar preguntas, por abrirnos a otras voces”, dice el padre Fernández de Castro.

Ese “camino” es también una apuesta coral. Porque a diferencia de otros templos, en los que la comunidad religiosa bastaría para restaurar la vida eclesial, aquí el barrio tiene algo que aportar. “No se puede pensar esta parroquia sin el barrio. Es Lastarria quien le da sentido. Es un barrio con una vocación artística, cultural, turística. También golpeado, también herido. Y por eso mismo, la parroquia debe dialogar con esa realidad”, insiste el sacerdote, mientras en las afueras los turistas caminan sorteando los puestos de artesanía y comercio informal.

El diálogo que propone el sacerdote, en este caso, ha sido literal. Conversatorios con la comunidad, con arquitectos y con artistas se han alternado con las misas, bautizos y matrimonios que han devuelto a la iglesia una vida que ahora va más allá del ritual: “Ha sido muy lindo volver a tener matrimonios porque las novias brillan en este lugar. El Via Crucis lo hicimos con una cruz hecha con la madera quemada de las bancas del coro y caminamos hasta la Iglesia de la Anunciación, en Vicuña Mackenna, que también fue incendiada en el estallido social. Parece contradictorio que pase todo esto con una iglesia quemada, herida, pero eso demuestra que está muy viva”, dice el padre. Y agrega: “La espiritualidad busca la unidad, debemos canalizar las distintas expresiones de ella y no separarlas. Queremos que todas tengan cabida acá”.

Por eso hay más. Mucho más. Cuenta el padre que fue un feligrés el que le propuso por primera vez dar un recital de guitarra al interior de la parroquia. “Le fue muy bien”, resume. Y entonces la idea de animar el espacio con arte en vivo se instaló para no irse más.

Cada semana en la Veracruz se congregan violagambistas, clarinetistas, violinistas y cantantes líricos para transformar estos muros en bastidores de un escenario donde los acordes sacros y barrocos dan nueva vida al lugar. A los conciertos de suman exposiciones -hay una permanente sobre la historia de la parroquia- e intervenciones lumínicas, como la que hace dos meses realizó el colectivo DelightLab, el mismo que en 2019 proyectaba la palabra DIGNIDAD sobre la torre de Telefónica “Para ellos fue muy conmovedor estar acá”, dice el cura.

El próximo 21 de agosto será el turno del monólogo teatral María, Mater Dei, de Juan Antonio Muñoz. La curatoría de los eventos está a cargo de la artista Moca Castillo y es el padre Osvaldo Fernández de Castro quien define el criterio para la selección: “Queremos que sea música religiosa o música docta, expresiones que tengan relación con la espiritualidad, con el contexto de evangelización, porque este es un espacio sagrado que tenemos que cuidar”.

La Veracruz también alojó un lanzamiento editorial: aquí se presentó el libro Contra viejas superficies, sobre Gordon Matta-Clark, escrito por Ariel Richards. El artista, arquitecto y primogénito de Roberto Matta fue bautizado en la parroquia en 1945 y su recuerdo volvió a unir, de forma providencial, la historia del arte contemporáneo con este edificio de aires neoclásicos y estética siniestrada. Al igual que la obra lumínica de la artista Teresa Cruz, Papeles de Luz, inaugurada hace pocas semanas y que estará ahí hasta el uno de agosto.

“Nada es casual”, dirá con una sonrisa el sacerdote, mientras repasa la cartelera de eventos culturales que alberga su parroquia. Hijo de quien fuera director del Teatro Municipal de Santiago en los años 80, el padre Osvaldo aprendió violín en la niñez y admite que hasta los 15 su plan era ser director orquestal. Pero luego apareció la vocación que hoy lo tiene concentrado en reparar -con la ayuda del arte- este templo de la ciudad. “El alma herida del país, de la ciudad, se puede recomponer también a través de la belleza. De la música, del arte, de lo contemplativo”, reflexiona. “Y la Veracuz puede ser el lugar que lo represente”.

Pasado y futuro de la reconciliación

No es la primera vez que la Veracruz habita una paradoja. La parroquia nace bajo el nombre de Iglesia de la Reconciliación como un gesto de acercamiento entre el gobierno de Chile y el de España tras el quiebre que significó la Independencia.

No fue hasta 1844 que la corona reconoció al país constituido en 1810, y en 1847 llegó a Chile el representante de la reina Isabel II, Salvador de Tavira y Acosta, quien trajo consigo el tratado de paz entre ambas naciones y la intención de estrechar aún más el vínculo mediante esta construcción. En 1852, por acuerdo unánime y acogiendo la propuesta del arzobispo Rafael Valdivieso y la Municipalidad de Santiago, se decidió homenajear la imagen del conquistador Pedro de Valdivia levantando una capilla en el mítico solar de la familia Barril, donde se encontraba el Callejón del Mesías (actual calle José Victorino Lastarria) a principios del siglo XIX. Cuenta la historia que ese era el lugar donde habitaba el español, a los pies del cerro Huelén. “De hecho las inscripciones PDV en los frisos son por las iniciales de Pedro de Valdivia, no por Parroquia de la Veracruz”, aclara el padre Osvaldo.

El templo se construyó con fondos fiscales y ayuda económica de la corona. El encargo se le hizo al arquitecto francés Claude-François Brunet des Baines -el mismo del Teatro Municipal de Santiago-, quien murió en 1855 para que luego el arquitecto Fermín Vivaceta concluyera la obra. El imponente Cristo es el que fue donado por Carlos V a la Iglesia de la Merced en el siglo XVI, junto a una reliquia perteneciente a la cruz donde fue crucificado Jesús. Por ello, su nombre cambió a Veracruz (verdadera cruz).

La Iglesia de la Veracruz, junto con dos casas contiguas, fue declarada Monumento Nacional de Chile en la categoría de Monumento Histórico mediante Decreto Supremo n.º 616, del 29 de junio de 1983. Desde 1998, forma parte de la Zona Típica Mulato Gil de Castro. “En esas casas contiguas queremos crear un centro cultural. Hay mucho arte sacro que podemos exponer ahí”, cuenta el párroco. “Y es muy probable que ese lugar esté listo antes de que se produzca la restauración de la misma iglesia”, adelanta el párroco.

Cuenta el sacerdote que, junto al padre Jaime Tocornal, les fueron encargados a inicios de 2024 cuatro templos vandalizados durante el estallido social. La lista la completan la también siniestrada Parroquia de la Asunción -ahora en plena restauración en Marcoleta con Vicuña Mackenna-, la Iglesia de los Santos Ángeles Custodios, en Providencia, y la de la Epifanía, en Bellavista. “Yo venía de una parroquia en Lo Barnechea y el padre Tocornal, desde Maipú. El arzobispo quiso que viniéramos desde los extremos de la ciudad a encontrarnos en el centro para reparar el corazón herido de la ciudad”, resume.

La pregunta sobre qué hacer con las ruinas de la Veracruz sigue abierta para los sacerdotes y su comunidad. ¿Restaurarla por completo? ¿Conservar parte del daño visible? ¿Convertirla en memorial? “Hay que hacerlo con cuidado, sin apurar los tiempos”, dice el párroco.

“Tenemos un proyecto muy lindo de dos arquitectos, pero hay que entender que hay una serie de pasos previos para no pasar a llevar a nadie. Además, hay juicios pendientes, demandas al Estado, porque no se nos protegió”, añade. Y cierra: “Esta restauración no es solo un tema arquitectónico. Hay un daño íntimo, simbólico, comunitario. Hay que escuchar a todos: teólogos, arquitectos, artistas, vecinos. Porque esta iglesia ya no le pertenece solo a una comunidad pequeña, le pertenece a la ciudad”.

Y la ciudad está volviendo. Hay conciertos íntimos, visitas escolares, turistas, vecinos que se ofrecen para tocar la guitarra y rezar, como en los viejos tiempos. También hay preguntas nuevas: sobre el rol del arte en la espiritualidad, sobre la capacidad de una iglesia de ser espacio de belleza en medio del dolor, sobre cómo resignificar lo sagrado después del trauma.

Este año se cumplen 170 años desde la inauguración del templo. Quieren celebrarlo en noviembre, llevando nuevamente las reliquias de la Santa Cruz desde la Catedral hasta Lastarria. Será, en palabras del padre, “una gran procesión, una forma simbólica de reencontrarse con el origen, con la reconciliación, pero con los ojos del presente”.

Hoy la Veracruz renace. No desde la restauración rápida ni desde la negación del daño, sino desde la conversación, el arte, la memoria y, por supuesto, la espiritualidad.



Vuélveme a querer

Vuélveme a querer

El extraño caso de Cristian Castro es, finalmente, el de un artista que perdió el centro, vagó por los bordes y regresó sin pedir permiso. No volvió a través de un hit nuevo ni de una estrategia de marketing: lo hizo mediante algo más simple y más raro -una autenticidad torpe, luminosa e irresistible, respaldada por una carrera que, vista desde hoy, nunca dejó de importar.

Foto del Columnista Mauricio Jürgensen Mauricio Jürgensen