Secciones
Sociedad

El nuevo Studio Museum en Harlem

El edificio, recién inaugurado, nos invita a descubrir un mundo que respira, habla, se abre y exige ser sentido. Un museo que ya no solo alberga arte, sino que lo acoge en comunión con el barrio, con las formas del tiempo y con una narrativa que busca resituar el legado afrodescendiente en sus propios términos.

En el corazón palpitante de Harlem, en la calle 125 y la Tercera Avenida -entre la historia y la reinvención- se alza un nuevo umbral.

Inaugurado recién el pasado 15 de noviembre, el nuevo Studio Museum de Nueva York tiene como misión ser el nexo para artistas de ascendencia africana —local, nacional e internacionalmente— y para el trabajo que ha sido inspirado e influido por dicha cultura.

El edificio, diseñado por Adjaye Associates en colaboración con Cooper Robertson, nos invita a descubrir un museo que respira, habla, se abre y exige ser sentido. Un museo que ya no solo alberga arte, sino que lo acoge en comunión con el barrio, con las formas del tiempo y con una narrativa que busca resituar el legado afrodescendiente en sus propios términos.

En el nuevo edificio, de una superficie de 7.600 m2 y siete pisos, David Adjaye propone un gesto deliberado de pertenencia: las ventanas al estilo de los departamentos de ladrillo de Harlem, los grandes volúmenes que evocan el interior de las iglesias vecinas y un stoop invertido que invita al encuentro público.

En el lenguaje arquitectónico de Harlem, los stoops son las escaleras —pequeños descansillos— que ascienden desde la acera hasta la entrada de los brownstones: espacios de transición entre la calle y lo doméstico, lugares de estancia informal, conversación y vecindad. En el museo, este stoop invertido es una escalinata que desciende desde la calle para transformarse en gradería: una banca de espera y encuentro, un escenario para la comunidad que articula el espacio público y el institucional, el exterior y el interior. La luz cenital inunda los espacios de exhibición, los techos se elevan para que las obras respiren y los muros se repliegan o se articulan según distintas escalas, permitiendo que la obra de gran envergadura conviva con instalaciones más íntimas. Más que un museo “en” Harlem, este edificio es “de” Harlem: un gesto arquitectónico que, según palabras de Adjaye, dice “aquí estamos, aquí somos”.

Fundado en 1968, el Studio Museum en Harlem nació como respuesta a la exclusión sistemática: un gesto radical para su momento, un espacio donde los artistas afroamericanos y de la diáspora africana pudieran exhibir su trabajo, generar redes e insertarse en la historia del arte. Desde un primer loft alquilado en la Quinta Avenida, hasta la sede en un antiguo banco de 1914 —adquirida en 1979 y adaptada en 1982— el Studio Museum fue creciendo bajo el impulso de la comunidad, con recursos modestos pero una ambición expansiva. Hoy, la colección cuenta con miles de obras de más de 800 artistas de ascendencia africana, y su programa de residencias se ha convertido en un faro para prácticas emergentes.

Nueva York —y Harlem como enclave simbólico y real— aparece protagónicamente desde la memoria de la Renaissance: espacio de migración, diáspora, resistencia y reinvención. La arquitectura del museo abraza ese legado urbano, en una mezcla de brownstone, iglesia, mercado, vivienda y estudio.

Con su apertura al público el 15 de noviembre de 2025, el nuevo edificio se convierte en la primera sede concebida desde cero, después de décadas en edificios prestados o adaptados. Pero esta inauguración no es solo un cambio de sede: es un manifiesto. Como expresó el presidente del directorio: “Este edificio le dice al mundo: Harlem importa, el arte afroamericano importa, las instituciones negras importan”. En este sentido, la arquitectura, la colección y la ciudad se funden en un solo acto: el museo ya no es contenedor, es escenario, plataforma, catalizador.

Y así, uno entra por la escalinata que cae desde la calle, se sienta en los peldaños que algún día darán paso a un discurso, se recuesta, observa la luz filtrarse desde el jardín de la terraza. Los ladrillos de Harlem, las ventanas de época, el esqueleto de hormigón que sostiene la historia, todo se reconfigura: la sala de exhibición se vuelve otro foro del barrio; el artista ya no espera detrás del vidrio, sino que es visible desde la calle, respirando el pulso urbano. Hay un altar para la diáspora, un banco para la comunidad, un espacio para la educación, la conversación, el arte que escapa a los muros y se hace ciudad. En la era de la urgencia —cambio climático, desigualdad racial, renovaciones urbanas que a veces expulsan— este museo dice: estamos aquí porque seguimos siendo. Y lo dice desde las formas del lugar, desde la escala humana, desde la posibilidad de que el arte afroamericano —y su herencia— tenga un templo que no lo “museifique”, sino que le dé voz.

¿Por qué importa? Porque en un momento en que el arte global tropieza con la inequidad, la apropiación y la invisibilidad, este museo reafirma que el lugar del arte no es siempre el mismo, y que la ciudad — Harlem— puede ser más que escenario: puede ser sujeto. Porque la arquitectura importada en cajas blancas ya no basta: se necesita una arquitectura que vea, que nombre, que tenga memoria. Porque la colección del museo es testimonio de generaciones que lucharon para existir en el espacio del arte —y esa lucha se materializa ahora en ladrillo, vidrio y luz cenital.

Recorrer la fachada, fijarse en la disposición de los vanos, en el gesto del stoop invertido, en cómo el edificio interactúa con la calle. Entrar sin prisa, dejar que el gran atrio te reciba, respirar los espacios de doble altura, observar la relación entre la galería y la ciudad. Contemplar la colección, pensar en los artistas, en la continuidad entre lo histórico y lo contemporáneo.

Sentarse en la terraza, mirar Harlem desde arriba, dejar que el ruido del barrio entre, que la ciudad hable.

Tal como señala Thelma Golden, su directora desde 2005, el museo entiende que el arte debe estar vinculado con el lugar, con la comunidad; ser un laboratorio capaz de generar residencias, programas educativos y espacios abiertos que dialogan con Harlem como vecindario cultural. Es que cuando uno vuelve a la calle por el stoop invertido, algo queda resonando: el museo no termina en sus muros, sino que se desliza hacia la ciudad como un latido persistente. Harlem entra y sale del edificio con naturalidad, como si siempre hubiera estado allí. En esa apertura —entre el ladrillo nuevo y la memoria antigua— el Studio Museum afirma que el arte puede ser refugio y, al mismo tiempo, horizonte. Un umbral donde la comunidad se reconoce, donde se narra a sí misma y donde la arquitectura no encierra, sino que libera.

Porque aquí, en este cruce de luz e historia, Harlem no es solo contexto: es la obra viva que todo lo sostiene.

Notas relacionadas












Injusto y caro

Injusto y caro

El caso Muñeca Bielorrusa más que un problema aislado, muestra por qué Chile no puede darse el lujo de tener instituciones capturables o permeables a intereses indebidos. Cuando los estándares se vuelven opacos o discrecionales, la economía deja de operar sobre reglas y empieza a operar sobre relaciones.

Foto del Columnista Macarena Vargas Macarena Vargas