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10 de Enero de 2015

Mafia, política y negocios. El Pentagate como síntesis de la pequeña historia de Chile

¿Cuál es la aparente novedad del llamado "Pentagate"? Una posible respuesta: la constatación formal de la dependencia de los políticos del capital. La verificación por escrito de que los políticos, en este caso de la derecha más pinochetista y antidemocrática, dependen y están al servicio 24/7 de empresarios e intereses económicos concretos que, en este caso, se llaman "choclo Délano" y Carlos E. Lavín.

Por Claudio Salinas
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Claudio Salinas es Académico, Instituto de la Comunicación e Imagen ICEI. Universidad de Chile

La relación empresarios -política es de larga data, como la misma historia de Chile lo atestigua. Si hasta algunos presidentes de la nación eran al mismo tiempo cabezas de algún gremio de poderosos en el que participaban también activamente. La historiografía lo documenta poniendo especial atención en las estrechas relaciones establecidas también entre empresarios y política, entre empresarios y políticos. Es más, muchas veces empresarios-casta como los agustines de El Mercurio tenían línea directa con algún mandatario, sobre todo de derecha. Por tanto no hay rareza en tales vínculos, sino que todo lo contrario. Una colusión vista como connatural por las élites (y con un séquito de lacayos a su servicio), no importando a veces si es legal, y menos si moralmente es reprochable. La República misma se ha sustentado en estas bases, y esto es lo complejo de desanudar.

Tampoco en la actualidad esto es inédito, como para que nos escandalicemos. Lo que la posdictadura ha demostrado es, entre otras cosas, que la trenza mundo empresarial-mundo político puede ser más general ideológicamente hablando. Hemos visto desfilar y transitar a ex funcionarios y ministros desde sus carteras a algún directorio de empresa privada, como si esto último fuera el destino lógico del saber público. Con ello, si no somos ingenuos, se transa toda la información de Estado al mejor postor del mundo empresarial. ¿No hay al menos conflictos de interés en estos discutibles traspasos? ¿A nadie le parece reñido con un ethos público?

¿Cuál es la aparente novedad del llamado “Pentagate”? Una posible respuesta: la constatación formal de la dependencia de los políticos del capital. La verificación por escrito de que los políticos, en este caso de la derecha más pinochetista y antidemocrática, dependen y están al servicio 24/7 de empresarios e intereses económicos concretos que, en este caso, se llaman “choclo Délano” y Carlos E. Lavín. Un especie de funcionarios y representantes de las empresas antes de que los votantes. Pero ojo, que no se confunda esto en un ataque contra todos los empresarios. Nada que ver: sólo apuntamos a los que son dueños y administran el fundo, Chile, a aquellos que son dueños de la salud, de la banca, de los seguros. Casi a nadie, decimos con ironía.

A estas alturas, el intercambio epistolar electrónico entre Moreira y Bravo, entre Von Baer y los empresarios, no hace más que señalarnos, también, un segundo nivel del problema: la política se transforma en un conjunto de relaciones personales, incluso afectivas. Se antepone -Max Weber se retuerce en su tumba- a las relaciones impersonales que son las que deben gobernar la burocracia del Estado o del sistema de partidos. En otras palabras lo que está en juego con los correos de los empresarios del grupo Penta y, por ejemplo, el presidente de la UDI, Ernesto Silva, es el centro mismo del asunto: la injerencia naturalizada del interés del gran empresario de que el espacio de deliberación de la República, es decir  el parlamento, es la expresión y extensión misma de sus mezquinos e individuales intereses.

Probablemente las personas comunes y corrientes, o sea la mayoría de los chilenos, piensen incluso la indistinción entre comportamientos mafiosos y el de muchos políticos. En cierto sentido que el Estado encarnado en sus representantes (varios parlamentarios y uno que otro ministro, por ahora) se vuelve indistinguible de la mafia (por lo menos en muchas de sus actuaciones). Y ese, finalmente, es el problema mayor que hace que los ciudadanos cada vez desconfíen más de sus instituciones y de sus representantes, e incluso de esta versión de la democracia, que no puede ser la única posible

¿Cómo salir de tamaño entuerto histórico? ¿Cómo devolverle a esta democracia algún decoro, alguna posibilidad de ajustarse a un ethos compartido? La respuesta es conocida, pero drástica y de difícil implementación, sobre todo cuando derechistas y progres que gozan de los beneficios de la administración del presente del país piensan que esta es la única realidad posible. Y que las cosas son así, porque ellos en el fondo nacieron para mandar o se han arrimado clientelarmente a algún líder o grupo político.

La respuesta claramente va por el lado de reponer (o establecer) nuevamente ciertos principios constitutivos de la República. Por ejemplo: que engañar y defraudar a la sociedad (y al Servicio de Impuestos Internos) es malo, sobre todo teniendo en cuenta que la mayoría no tiene poder, ni puede defenderse en la misma proporción que es abusada. Por ejemplo, que transitar entre cargos públicos y privados de alto rango requiere, al menos, cierta inhabilidad cuando lo que se discute tiene consecuencias sociales mayores. Incluso, estos principios no requieren verificarse en la realidad, sino que su función principal es guiar los comportamientos de los ciudadanos y sobre todo de sus representantes, funcionar como el faro que alumbra a moros y cristianos, como el mito al cual dirigirse y que le devuelve en algo la distinción a la tan decadente imagen actual de nuestra democracia.

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