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13 de Marzo de 2018

Cambio de mando y el lado correcto de la historia

"La política debe -y tiene- como primera misión gobernar bien y llevar adelante agendas de cambio en que construya grandes mayorías. Y para eso no hay consensos que sobren ni acuerdos que molesten".

Por Sebastián Sichel
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Sebastián Sichel es Abogado, magister en derecho público, académico de derecho USS. Presidente comité editorial El Dínamo.

El Gobierno de Michelle Bachelet terminó convencido de que estaba al lado correcto de la historia. Su convicción es qué sus verdaderos resultados no es el que demostraron las urnas, sino el ser el “Gobierno más transformador de los últimos 28 años”. En ello descansan dos argumentos moralizantes: lo verdaderamente importante era “transformar” algo y ellos tenían claro que era lo que había que transformar.

Está épica llevaba a una conclusión obvia: cualquiera contrario a su agenda de cambios estaba en el lado incorrecto de la historia y se oponía a los altos intereses del pueblo chileno. Este relato funcionó muy bien hasta Caval y terminó paralizando a todos aquellos que sentían que ser de centroizquierda era un asunto moral y no una realidad política. Nadie se atrevía decirle al Gobierno que estaba desnudo: había certezas – “gratuidad universal”, “nueva constitución” y “reforma tributaria”- y fanaticada. Proyectos débiles e incapacidad política de lograr acuerdos. La pérdida de adhesión devino en la lógica de los matices y las criticas tibias. Y el final del gobierno en un cierre en que los aplausos y los abrazos se los dan ellos mismos en una soledad entristecedora. La “historia nos recordará” parece ser el grito de guerra de un batallón vencido que entrega el mando a sus opositores.

Pero su herencia de fricciones, la égida cultural que sufre la centroizquierda y la incapacidad de ganarse el fervor público parece condenarla a un mal recuerdo. Entremedio derrotada, ve emerger una nueva derecha que crece hacia los sectores medios y al Frente Amplio que más que pensar en la historia -de la cuál es un iconoclasta-, está preocupado por devorar esa izquierda vintage de poncho y zampoñas, y hacer nacer otra izquierda capaz de hacerse cargo del presente. Saliendo de La Moneda canta venceremos, aunque sufre el sabor amargo de una derrota edulcorada por un relato que parece no tener auditores.

El gobierno de Sebastián Piñera parece empezar en un pie distinto. Sabe que la historia -inéditamente para la derecha- le dio una segunda oportunidad para dejar una buena impresión. Parece más cauto y menos grandilocuente que en su aparición anterior. Vive adverso al riesgo, no innovando en lo neurálgico y confiando en sus equipos anteriores. No impone agendas, parece proponer acuerdos. Deja dudas -un elenco anclado demasiado en los partidos y en una generación ligada al plebiscito- pero aprovecha de buena manera el veranito de San Juan que le otorga su llegada. Debe leer que es imposible saber cuál es el lado correcto de la historia, pero qué es la historia quién define cuál es el lado correcto, no la política ni los gobiernos. Tiene la oportunidad que se farreó la izquierda: convertir su éxito electoral en una mayoría cultural. Pero requiere para eso acoplarse con una sociedad mucho más liberal y demandante de equidad, asuntos que la derecha tradicional ha sido incapaz de comprender. Y por lo mismo centrar su desafío en dejar de ver la política cómo una extensión maniquea de la religión: con malos y buenos.

La política debe -y tiene- como primera misión gobernar bien y llevar adelante agendas de cambio en que construya grandes mayorías. Y para eso no hay consensos que sobren ni acuerdos que molesten. Quizás ese es el espíritu de una nueva transición: sacar a la política de la trinchera y ponerla otra vez en el ámbito de la deliberación. El cambio de mando puede reducirse al significativo gesto democrático de la alternancia del poder. Pero quizás hoy hay en juego algo más profundo: la última oportunidad para que la debilitada democracia chilena recupere la confianza. Y cambiar del mando de un gobierno que va hundido en su maximalismo, a uno que se instale en el viejo y despreciado realismo: que sabe que gobernar es priorizar y que el coraje de llevar adelante reformas se mide por los resultados.

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